Por: Adolfo Flores Fragoso / [email protected]
Inhaló tanto “chocomilk” que calló su monólogo y cayó rendido “de bulto” en cierta jardinera del poblano Paseo Bravo, hace un par de días.
Hay golpes que duelen y otros que matan. Por eso me acerqué para saber si no había volado ya a su paraíso.
Sintió mi presencia y espetó: “necesito un güín, carnal. ¿Traes cambio?”
…
Ante el Santo Niño Cieguecito (de los dos ojos) –en el templo de las Capuchinas– muchas peticiones y bendiciones he vivido.
Por ejemplo, el milagro de una mujer infértil que después procreó dos chamacos, y que fui testigo de lo tal.
Del milagro de un ciego que se postró ante el Niño durante casi un año y recuperó el placer de leer nuevamente sus libros. También lo conocí.
Del milagro de reenamorar a una hermosa y muy inteligente mujer, en la calle de a la vuelta, y que … uff…
Por estas y más razones, de vez en siempre visito al Santo Niño Cieguecito (de los dos ojos), adjunto a un convento fundado por monjas franciscanas veracruzanas. En el siglo XVII, por cierto.
No le participo de limosnas al Niño, pero sí de algo de efectivo en monedas pues casi lo puedo escuchar: “¿traes cambio?”
…
Es un artesano que instala su puesto muy cerca de lo que fue el cine Variedades, aquel que vestía frente a su pantalla un telón rojo inmenso y un decorado de luces “como si fuera la espuma de una malteada”, al decir de mi madre.
El artesano vende juguetes de madera, de esos que sólo quedan en el recuerdo. Y en sus arrugadas manos tan delicadas como infinitas. Eternas.
Le compré una gimnasta. Esa que al oprimir dos palitos gira y gira. Y gira.
Acordamos el precio.
“¿Trae cambio?”, preguntó.
…
Tal vez fue la segunda mujer de quien me enamoré.
O la tercera.
Blusa a franjas en azul. Y un impecable cuello blanco.
Privilegiado que siempre he sido de hemerotecas y bibliotecas poblanas, iba a esa tienda de fotocopias (calle 3 Poniente) a realizar lo propio, gracias a los discretos préstamos de publicaciones de mi amiga Lucero, directora de aquellos lugares de buenas lecturas y perdición.
El caso es que iba a las fotocopias sólo para observar –que no ver– los ojazos de aquella chamaca güera que me cautivaron, pretexto para malpensar un noviazgo con aquella desconocida.
Pero siempre me evadió.
Creo que no tenía boca. Sólo una rayita donde deberían de estar sus labios.
Nunca me dirigió la mirada. Ni su atención.
Las únicas palabras a su amante admirador preparatoriano (o sea, yo) eran: “¿trae cambio?”