Por: Rosa María Lechuga
Hoy fue una mañana complicada.
Mucha gente llegó para pedir comida. Se abrió un lugar especial para dar ropa y zapatos.
Se acabó el pan.
Los libros también.
Y los postres.
Las bebidas volaron. Lo único que quedó fue café y té.
Los productos de belleza también se terminaron.
Hoy éramos 10 voluntarios y apenas si logramos terminar.
Llegó un chico de Libia que me habló en español, iba con bastón en mano, ebrio y enojado con el mundo.
Se fue como llegó, haciendo tumulto.
Las mujeres por lo general son más amables, tienen dos, tres o cuatro hijos y necesitan alimentos para todos.
Algunas necesitan ropa para ellos.
Las donaciones siguen llegando pero no bastan y ante la precariedad en que viven y se agudiza con la crisis, no hay recurso que alcance.
Hay personas que ya muestran los estragos de la pandemia, agresivas y exigiendo más.
Es normal. Llevamos 45 días y faltan 10.
No hay trabajo.
Lo que hay es desesperación y desesperanza.
Todos salieron aunque sea con plátanos, una pasta, una lata de tomate o chocolates.
Mis colegas, molestos por la jornada tan difícil, y cansados, se fueron despidiendo poco a poco.
Yo salí agradecida. Con la vida, con Dios por tener una casa, comida, trabajo y mucho amor propio.
La solidaridad en tiempos de crisis.