Por:Jorge Alberto Calles Santillana
La pandemia del coronavirus mantiene en alerta al país. No hay día que las autoridades no informen de su avance y de las acciones que se toman para resistirla; tampoco hay momento en que la población deje de darle seguimiento al comportamiento del maligno virus.
El COVID-19 ha absorbido nuestra atención y nuestra preocupación. Sin embargo, desde tiempo atrás otra pandemia corroe la salud del país: la violencia de género y su consecuencia más grave, el feminicidio.
Esa pandemia, por desgracia, atrae nuestra atención sólo de tiempo en tiempo, cuando la crueldad con la que se comete un ataque a una mujer atrae el interés mediático.
De esa forma, a través de narrativas de nota roja nuestro ánimo se altera para recuperar la tranquilidad tan pronto la curiosidad periodística se ocupa de otros entornos y otros fenómenos.
Esa pandemia no termina por atraparnos de tiempo completo. Por eso, entre otras razones, el fenómeno no es atendido como debería; también por eso crece como el cáncer.
Según datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública, el primer trimestre de este año ha sido el más violento para las mujeres desde 2015, año en el que se inició el registro de violencia de género. De enero a marzo, 244 mujeres fueron victimadas por odio, doce más que en el primer trimestre del año anterior.
Esto significa una tasa de crecimiento del cinco por ciento que, si es extrapolada, conduce a concluir que a fin de año la cifra de feminicidios habrá crecido un veinte por ciento respecto de la del año pasado.
El dato es terrible, desgarrador. Puebla es la tercera entidad en las que más crímenes de este tipo se han cometido.
22 mujeres poblanas fueron sacrificadas por razones de odio, de enero a marzo. Aun cuando no hay cifras detalladas, la misma fuente hace ver que el feminicidio infantil también va a la alza en el país. Si la atención se extiende hacia la violencia de género, más allá del feminicidio, las estadísticas terminan por abrumar.
Durante estos primeros noventa días del año se han registrado en el país 26,695 casos de violencia contra las mujeres. Esto es, diariamente 293 mujeres son asesinadas, víctimas de trata de personas, víctimas de tráfico de menores, violadas o golpeadas.
Durante la cuarentena, además, los centros que atienden solicitudes de ayuda por violencia de género recibieron un número de llamadas sesenta por ciento superior al promedio.
La Red Nacional de Refugios ha reportado que en este mismo período las peticiones de asilo se incrementaron en un treinta por ciento.
Para detener al coronavirus no hay aún vacuna. Sí existe, en cambio, la vacuna contra la pandemia de la violencia de género: la acción social.
La violencia de género surge en ámbitos domésticos concretos, bajo circunstancias específicas y se realiza a través de actos perfectamente identificables que construyen un entramado de valores y prácticas sociales.
Es una cultura que codifica pensamientos y acciones a través de hábitos. Es, entonces, también, en ese contexto y a través de esa urdimbre cultural que hay que atacarla.
Para eso, se requiere conocimiento y voluntad. El conocimiento acerca del fenómeno existe y es abundante.
Colectivos de mujeres, agrupaciones feministas, especialistas de diferentes disciplinas y mujeres violentadas han estudiado la violencia de género al grado que hoy conocemos con amplitud sus diferentes dimensiones.
El problema es que no hay voluntad política para enfrentarlo y erradicarlo. El gobierno de López Obrador sostiene que al atacar la pobreza combate también los demás problemas sociales. Por ello, su gestión se ha enfocado en desarrollar programas sociales cuyo objetivo es hacer llegar recursos económicos a los grupos sociales que más los requieren.
Sin entrar a discutir el sentido y las implicaciones de estos programas, es necesario puntualizar que este enfoque no ha servido y no servirá para combatir la violencia de género.
El odio hacia las mujeres no tiene causas únicamente económicas. Tampoco es un problema que aqueje solamente a los sectores en pobreza.
La violencia de género seguirá siendo uno de los más graves problemas del país en la medida en que el presidente asuma que es desde la cúspide del poder desde donde los problemas sociales pueden ser identificados, nombrados, definidos y atendidos.
Las políticas públicas que surjan desde ese lugar y con esa perspectiva estarán condenadas al fracaso. No basta repartir recursos.
Es necesario abordar los problemas sociales aceptando su complejidad y la necesidad de incorporar a grupos de la sociedad civil para que contribuyan a definirlos con mayor precisión y a elaborar políticas que tiendan a ser más efectivas.
Políticas que se elaboren tomando en cuenta a los actores y los contextos de la violencia. Sólo así podremos empezar a registrar descensos en las vergonzosas estadísticas que produce nuestra complicada y poco sana convivencia social. Sólo así podremos atacar la pandemia de la violencia de género.