Por: Jorge Alberto Calles Santillana
Agenda Ciudadana
Mientras la atención de la opinión pública se centra en una reforma electoral que podría tener la misma suerte que la eléctrica, Max Arriaga, el ideólogo de la educación del gobierno lopezobradorista, tomó la tribuna mañanera para disparar una serie de adjetivos descalificadores –los cuales estuvieron encabezados, por supuesto, por la consigna estrella “neoliberal”– en contra de la educación actual.
La andanada fue estratégica. Reducida la educación, así, a la nada; expuesta como instrumento de las clases dominantes racistas e imperialistas, quedaba claro que el futuro de la educación tendría que ser otro completamente diferente: un proceso liberador de la marca de la competencia y la sumisión. En adelante, la educación deberá estar alineada con el proyecto del presidente porque la “Cuarta Transformación” es la única filosofía capaz de identificar y pregonar el bien. De esa manera, habiendo quedado claras las coordenadas dentro de las cuales debe ser entendido el proceso educativo, Arriaga pasó a definir el nuevo proyecto: desaparecerán los niveles educativos, las materias y las evaluaciones. La escuela no será más escuela sino en su integración con la comunidad. Los niños no desarrollarán competencias porque competir es neoliberal. Los niños aprenderán a compartir. La libertad será tal, que los profesores mismos podrán abandonar el plan de estudios si así lo consideran necesario y lo desean y podrán enfocarse en proyectos diferentes. Después de casi cuatro años de desatender a la educación, el gobierno arremete, como acostumbra, con escoba y recogedor teniendo la certeza que innova con excelencia.
Las reacciones no se han hecho esperar. Gilberto Guevara Niebla, activista estudiantil del 68 y experto en educación, fue uno de los primeros en criticar la propuesta. Está cargada de ideología, dijo, y carece de fundamentos filosóficos, pedagógicos y técnicos. El interés de López Obrador en la educación no es estratégico, es político, afirmó. Guevara Niebla fue testigo de ese interés en su fugaz paso por la subsecretaría de Educación Básica—entre diciembre de 2018 y julio de 2019—a la que renunció tras percatarse de que al gobierno de López Obrador el sentido de la educación le era indiferente. Intelectuales y expertos en educación han expresado en desplegados que éste es un proyecto ideológico, no educativo. Los ataques a quienes han estudiado en el extranjero, al CIDE y a la UNAM por no combatir al neoliberalismo y la redefinición ideológica de la ciencia que desde CONACyT contribuyen a poner en perspectiva el discurso de Arriaga.
Soy educador y tengo claro que la educación en México debe ser revisada a fondo. No me queda ninguna duda de que el sistema todo debe ser repensado y, probablemente, refundado. Comparto plenamente la creencia de que la educación debe promover no solamente la formación individual sino una conciencia social con fuertes raíces de crítica y solidaridad. No puedo estar más de acuerdo en que a los jóvenes hay que enseñarlos a trabajar en grupo, con miras altruistas y que la escuela y su entorno social deben dejar de ser pensados como esferas colindantes; deben pensarse como partes de un todo con vasos comunicantes. Pero la revisión y refundación del sistema no puede ser resultado de la imaginación y las creencias de una sola persona. Sobre todo, cuando su mente no está armada con conocimiento estructurado, probado, sino plagada de prejuicios que no conducen a producir juicios claros, sino narrativas cargadas de adjetivos. Si al presidente le interesa la educación no debería abrir el micrófono a Arriaga para que vomite su frustración. Debería, él, convocar a la sociedad toda a analizar y debatir la educación para que del diálogo entren autoridades, padres de familia, estudiantes, docentes y representantes de todos los sectores de la sociedad surjan propuestas con las cuales grupos de expertos podrían dar forma a un proyecto educativo sólido, orientado hacia el futuro y el bienestar social, con capacidad de adaptarse a los cambios sociales propios de las sociedades complejas. No puede ser de otra forma. No se entiende cómo un presidente que se dice creyente y defensor de la democracia participativa sólo convoca a procesos de deliberación, vía voto, de temas que, frente a la educación, son intrascendentes.
Un proyecto educativo estratégico antes que descalificar y adjetivar debería enunciar prioridades tales como un sistema nacional profesional de formación de docentes, un proyecto nacional de infraestructura escolar y didáctica para todos los niveles educativos, una estrategia clara de atención a las escuelas indígenas, rurales y de zonas marginadas, una estrategia de atención a niños y jóvenes con capacidades diferentes, una estrategia para mejorar las condiciones salariales, laborales y de salud física y mental de todos los docentes del país, una estrategia de equidad de género integral en los centros educativos, una estrategia clara de enseñanza del español y las matemáticas, así como de especial atención a las educaciones artística y física, una estrategia de integración entre los sistemas educativo, productivo, cultural y social. Y, por supuesto, debería enfatizar que todo ello reclama invertir un alto porcentaje del PIB en educación –2022, por cierto, ha sido el año en el que ese porcentaje ha sido menor en las últimas dos décadas– por lo que seguramente se haría necesaria una reforma fiscal profunda y rigurosa. En vez de promover este análisis y enumerar prioridades invita a este personaje a repetir la narrativa oficial y a distraer la atención con descalificaciones que nutren más la polarización y el encono que la reflexión. Y es reflexión sobre la educación lo que los tiempos actuales nos exigen, si es que de verdad queremos trazar una línea de crecimiento hacia un futuro de bienestar y paz social.