Este viernes, la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla anunció que pospondrá hasta nuevo aviso el regreso a las clases presenciales, que tenía previsto iniciar el próximo 24 de enero.
La decisión, recomendada por la Comisión Institucional para el Seguimiento y la Evaluación para la Pandemia por la COVID-19, se sustenta en el evidente aumento exponencial de los casos de contagio.
Bajo la óptica de que la propagación del virus, con su variante Ómicron, es irrefrenable y alcanza cifras históricas, de lo que se trata ahora es brindar la mayor protección a la comunidad universitaria y a sus familias.
Justo el día del aviso que prorroga su retorno a las aulas, autoridades sanitarias locales reportaron la detección en Puebla de 650 casos, cuando la cifra era de apenas 40 durante los primeros días del año.
En consecuencia, la BUAP informó también que los cursos continuarán en línea en los niveles medio superior, superior y postgrado, en tanto que las actividades presenciales en prácticas clínicas y de investigación continuarán con aforos mínimos.
Con esa misma visión, otros centros educativos particulares –en Puebla y en el país– también están ajustando de última hora sus modelos de presencialidad y recurriendo –de nueva cuenta– a las alternativas virtuales.
Tales medidas parecen pertinentes frente a la evidencia de que los contagios irán en ritmo ascendente, al menos durante las dos semanas siguientes, si bien se mantienen estables las cifras de hospitalizaciones y decesos debido al efecto protector de la vacunas.
Aun en esa lógica de preservar la salud de miles de estudiantes, profesores y administrativos, asumir una decisión de ese calibre no parece cosa fácil, pero en el caso de la BUAP se explica en abundancia.
Además de hacerlo en el marco de su autonomía y en el contexto de la autorregulación que actualmente rige en la entidad, la medida fue ponderada en función de lo que actualmente está ocurriendo en torno a la pandemia. Las cifras hablan por sí solas.
No obstante, esa visión en la toma de decisiones de manera responsable no siempre es compartida. No al menos por el gobierno federal, al que incomoda que las clases presenciales seas pospuestas.
Recientemente el presidente Andrés Manuel López Obrador había urgido a las universidades públicas del país a retomar las clases presenciales. En concreto aludió de manera directa a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), como máxima casa de estudios, y la que mayor número de estudiantes concentra.
Ese llamado fue refrendado apenas por la jefa de Gobierno de Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, quien pidió reflexionar sobre el impacto que causa a los estudiantes mantenerse alejados de las aulas y de la convivencia social.
Esa disyuntiva no es sencilla, pero se dificulta más cuando va acompañada de criterios políticos, distorsiones de la realidad o un ánimo incomprensible de minimizar los efectos de la pandemia, agudizados ahora ante embestida de Ómicron.
El tema exige seriedad, no trivialidades como comparar esa variante con una “gripita” y minimizar sus efectos para no alertar a la población.
No debiera darnos risa, sino vergüenza que el mismo presidente López Obrador transmita en sus redes sociales que ha evolucionado de su segundo contagio de COVID-19 con vapoRub, té con miel y caricias.
Sesgar de ese modo la emergencia sanitaria no parece ser el mejor mensaje para la población. No cuando en la víspera se ha registrado un nuevo pico de contagios con más de 44 mil nuevos casos confirmados en un solo día, lo que ha provocado nuevamente tumultos ante el incremento en la demanda de pruebas anti-COVID.
Además de seriedad, hoy en día se exige mucho más responsabilidad de los servidores públicos que debieran ser el ejemplo a seguir.
Un ejemplo que contrasta realidades es lo que ocurre en Reino Unido, donde se está exigiendo la renuncia del primer ministro Boris Johnson, por haber organizado el año pasado un festejo con sus colaboradores en plena crisis sanitaria.
Y aunque el funcionario pidió disculpas de manera pública, su dimisión parece inevitable ante la reprobación social de su proceder.
Aquí, en cambio, se soporta y hasta se solapa la ineficacia de quienes lideran el combate contra la pandemia. Hugo López-Gatell Ramírez es el mejor exponente.
El subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud federal ha sido recurrente en sus torpezas, ha sido señalado reiteradamente por negligencia y pésimo manejo de la pandemia.
Entre sus yerros destaca haber pronosticado, a mediados de 2020, que en un escenario catastrófico llegaríamos en el país a unas 60 mil muertes. Hoy ya son más de 300 mil.
Y qué decir cuando aseguró que al presidente López Obrador lo protegía contra la COVID su fuerza moral, cuando declaró que el uso del cubrebocas no era indispensable o cuando descartó que los menores de edad fueran inmunizados.
Esas y otras tantas barbaridades son inaceptables y deberían ser suficientes para destituirlo, pero el funcionario sigue campante en su cargo y no rinde cuentas ni al Congreso, donde se le ha requerido de modo insistente.
Ante esa falta de liderazgo y de la trivialidad de quienes a nivel federal conducen las estrategias contra la pandemia, lo que cabe es que los diversos actores sociales retomen el timón para evitar desvaríos.
En esa escala de responsabilidades están las instituciones, públicas y privadas, con una autorregulación pertinente y sensata, donde el cuidado de la salud sea la premisa fundamental.
De ahí la pertinencia de aplazar un retorno masivo a las clases presenciales, lo que incrementaría sustancialmente la movilidad de miles de personas.
Ya veremos dentro de un plazo no muy largo, en el que se confía que –pese a todo– el panorama será mejor.