Escribo este texto justo el día en el que, según los expertos, estamos en el punto más crítico de la pandemia del coronavirus y que, por lógica y aun frente a cualquier escepticismo, deberíamos estar recluidos a piedra y lodo en nuestras casas para evadir cualquier posibilidad de contagio.
Veo sin embargo, con pesar, que no es así; afuera la vida parece transcurrir con normalidad y si acaso alcanzo a distinguir a algunos transeúntes con cubrebocas, mientras que por las calles circulan decenas, cientos de vehículos que me hacen preguntar si sus respectivos conductores evadieron las alertas por una extrema necesidad.
No creo que sea así. Creo entender entonces la razón por la que al menos en Puebla la curva de contagios y decesos sigue en virtual ascenso, pero no dejan de intrigarme las razones de la escasa conciencia, la falta de solidaridad social bajo la premisa de que el cuidado personal presupone también la protección a los demás.
¿Qué parte de los mensajes preventivos no se ha entendido? ¿No es suficiente causal saber que lo que está en juego es nuestra propia vida, la de quienes conforman nuestro entorno familiar y social? Pensé que no éramos así.
La historia reciente del país registra páginas completas que acreditan de manera fehaciente las muy distintas expresiones de solidaridad que ha impulsado la población civil ante circunstancias catastróficas: los sismos del 85 y los recientes del 2017, por ejemplo.
En esos eventos de apremio extremo la ciudadanía se desbordó de mil maneras para prestar ayuda a sus prójimos, mucho más allá de las líneas de acción que eventualmente los gobiernos pudieron haber trazado.
Además de la mano extendida y dispuesta para ayudar en lo que fuera, irradió entonces un enorme sentimiento de ayuda y de respaldo moral, valores inapreciables que junto con una enorme variedad de incentivos institucionales, coadyuvaron a salir airosos de esos momentos de angustia y singular desolación.
Es justo a esa solidaridad a la que ahora se está apelando con especial urgencia ante la acometida de un mal mayor: un virus letal cuyo contagio es exponencial que puede causar la muerte. No se trata ahora del desborde en las calles para auxiliar a heridos por derrumbes o para trasladar materiales de construcción, ropa, enseres ni víveres, sino todo lo contrario.
El llamado es para que acatar un confinamiento que se hace indispensable para evitar la transmisión de ese mal que avanza incontenible.
En ese escenario me sigo cuestionando la razón de la desobediencia que todavía se manifiesta de formas múltiples, y que llega incluso en algunos casos a la absoluta incredulidad. Habrá seguramente razones en el ámbito de la psicología social, pero los mejores argumentos no acabarán de convencerme.
Y mientras tanto, me seguiré preguntando: ¿Por qué?