En una semana concluyen las campañas electorales y en diez días estaremos en las urnas ejerciendo el voto que habrá de ser definitorio para el futuro inmediato del país.
Salvo que ocurra un evento verdaderamente extraordinario –se dice que algo se estaría fraguando – el escenario no podría cambiar mucho respecto a lo que hoy se puede vislumbrar.
La expectativa mayor continúa siendo la conformación del Congreso federal, por ser la instancia en la que fluyen las disposiciones legales que le pueden dar un giro a los temas de mayor envergadura de la vida nacional.
Es muy posible que Morena y sus aliados mantengan su mayoría, pero no la suficiente para cederle toda la maniobra, y eso parece ser sano en las condiciones actuales en los que se demandan mayores equilibrios.
Ganarán también gubernaturas, pero tampoco las que tenían calculadas hace meses; si acaso la mitad de las 15 que están en disputa, mientras que el PRI podría perder cuatro de las ocho que ahora tiene y el PAN dos, en tanto que Nuevo León y Campeche serían para Movimiento Ciudadano y San Luis Potosí para el Partido Verde.
En Puebla Morena también perderá terreno, incluyendo la “Joya de la Corona”, donde la alianza PRI-PAN-PRD con Eduardo Rivera Pérez gobernaría la Capital y otros municipios relevantes.
La disputa interna morenista tras la sucia imposición de candidatos cobrará factura también en el Congreso local, aunque obtendrá posiciones en muchas de las alcaldías del interior, donde los aliancistas en conjunto también podrían predominar.
Comentario al margen, es penosa la actitud de los partidos políticos que se niegan a cubrir los gastos que se deriven de un eventual debate entre los aspirantes a la Alcaldía de la capital poblana.
Hay en este tema un claro y lesivo doble discurso: todos se pronuncian a favor de celebrarlo, pero ninguno está dispuesto a soltar un peso, pese a que los lineamientos en la materia son muy claros.
En este caso, la norma establece que respecto al costo que representa la organización de un debate podrá ser sufragado de manera proporcional por los partidos políticos a los que pertenecen los candidatos que participen en el mismo.
Los partidos políticos se victimizan al decir que son pocos los recursos disponibles y presionan para que sea el Instituto Electoral del Estado quien patrocine el evento.
Lástima de esa actitud tan tacaña, pues la confrontación es ideal para contrastar las propuestas y plataformas de los aspirantes para permitirle al ciudadano razonar y decidir mejor su voto, si bien de alguna manera está prácticamente resuelto en los términos expuestos.
Todos los pronósticos referidos devienen de una mera percepción, a la vista de múltiples acontecimientos de las últimas semanas que, traducidos de manera instantánea, significan no necesariamente una derrota, pero sí un duro traspié al proyecto de largo alcance de la 4T.
Persiste, ni duda cabe, una fuerte oleada de inconformidad hacia un estilo de gobernar que se opone a los principios básicos de toda democracia y se resiste en cumplir una elemental tarea de todo gobierno, que es la de propiciar un ambiente social de concordia y de unidad entre sus gobernados.
No obstante, el notorio segmento que todavía mantiene su apoyo y simpatía al presidente Andrés Manuel López Obrador permeará también en las urnas el próximo 6 de junio, aunque no hay certeza de que esa lealtad se transmute necesariamente hacia los candidatos de Morena, y de ahí lo impredecible del recuento final.
Todo eso haría suponer, pese a las burdas campañas y al precedente de extrema e inédita violencia, que la participación en el día de la jornada electoral será abundante, o por lo menos mayor al 47.7 de la registrada en la intermedia de 2015, estimándose que esta vez será superior al 50 por ciento.
Mientras eso ocurre, los embates emanados desde Palacio Nacional no cesan; ya sea contra la autoridad electoral y el INAI, o bien en ese afán de encarcelar mediante legaloides recursos al gobernador tamaulipeco Francisco García Cabeza de Vaca.
A esa ofensiva en cadena se incluyó ahora al Banco de México, cuya independencia como valor supremo para mantenerse vigoroso y confiable en el manejo de la política monetaria, está también amenazada.
Eso no importa, de lo que se trata es de concentrar mayor poder y de mantener los suficientes leños en la hoguera de la discordia con un discurso populista que por reiterativo parece agotarse. Ya se verá.
Todo este torbellino que genera ruido mediático –incluido el eco estridente de las redes sociales- propicia por desgracia el extravío y la desatención de otros temas que también debieran preocuparnos.
Uno de ellos, fundamental, tiene que ver con la creciente influencia que han ido adquiriendo las fuerzas armadas en el país, un hecho que no es menor y que pudiera tener a corto plazo hondas y hasta irreversibles repercusiones.
Hay, no obstante, algunos organismos y grupos académicos que han puesto la mira en este fenómeno que no deja de sorprender si nos atenemos a que, en su momento, el ahora presidente Andrés Manuel López Obrador se pronunció enfática y reiteradamente por retirar a la milicia de las tareas de seguridad y de otras actividades públicas.
Incluso, como candidato, se comprometió tácitamente a que en seis meses haría regresar al Ejército a sus cuarteles. Seguimos esperando.
Aquella promesa la fundamentó por el sabido fracaso de la “guerra” contra el narcotráfico que declaró el entonces presidente Felipe Calderón, y luego que el sucesor Enrique Peña Nieto mantuviera a las fuerzas armadas como pilar de la estrategia de seguridad en contra de organizaciones criminales.
Hoy, la realidad contrasta significativamente con esa promesa y ha sido el propio mandatario quien ha cedido un sinnúmero de actividades al Ejército, incluso en tareas que corresponden estrictamente al poder civil, mientras que el combate a la delincuencia ha pasado peligrosamente a un segundo plano.
Este asunto es toral y no debe soslayarse. Por sus repercusiones, lo retomaremos pronto, toda vez que sea superada la ventisca del proceso electoral, la que –también hay que decirlo- podría tardarse un buen rato ante la expectativa de que buena parte de la elección tenga que transitar por los pasillos de los tribunales jurisdiccionales.
Y es que ahora nadie está dispuesto a perder, de modo que los reclamos y las impugnaciones llenarán seguramente gruesos expedientes y serán motivo de largas sesiones donde al final de cuentas, se espera, la legalidad y la certeza deberán prevalecer.
Un asunto más de refilón.
No puede pasar desapercibida la reciente pérdida de categoría que tenía México en materia de seguridad aérea, degradación que obedece, por más que se quiera justificar, al incumplimiento de los estándares y recomendaciones de la Organización de Aviación Civil Internacional.
El descenso revela que el país carece de recursos técnicos, económicos y humanos para cumplir verificaciones, certificaciones, mantenimiento y resolución de problemas de seguridad. Así de sencillo.
Y la razón, debe destacarse, es que el gobierno le recortó los recursos, como a otros programas federales, a la Agencia Federal de Aviación Civil, al asignarle unos 380 millones de pesos para este año, 140 millones menos que en 2020.
Es cierto que las aerolíneas mexicanas seguirán volando hacia Estados Unidos, pero ahora no podrán abrir nuevas rutas ni frecuencias, servicios o convenios de mercadotecnia, además que se suspenderán los acuerdos de código compartido, por lo que las estadounidenses no podrán vender boletos con las mexicanas.
Este suceso impacta también a todo el amplio sector turístico -líneas aéreas, agencias de viajes, hoteles, prestadores de servicios, etcétera-, en un momento crucial que demanda una pronta recuperación de la economía.
Ya vendrán las acostumbradas letanías, pero es claro que la política de austeridad no siempre es efectiva, no al menos cuando hay daños de por medio.