Este lunes bien podría nombrarse como “El día D” de la educación.Se trata de una fecha singular que ha generado enorme expectativa.
Hay dudas y mucha, mucha incertidumbre.
Este lunes, mañana mismo, está marcado como el regreso a clases presenciales en el país.
Al fin, el retorno de millones de alumnos y maestros a unas aulas que permanecieron durante casi año y medio abandonadas, tristemente desoladas por el impacto de la pandemia de la COVID-19.
Tras más de 60 semanas de cierre total, otra vez niños y jovencitos en sus salones de clase, pero ahora bajo el máximo resguardo sanitario posible ante el riesgo de contagios.
Nuevamente el correteo, las risas, el ánimo de aprender, pero ahora con restricciones y el freno que impone un miedo natural, instintivo.
Y el maestro o maestra, inevitablemente también con sus reservas y ante el reto de adaptarse a entornos diferentes y a los nuevos modelos de enseñanza que el momento exige, además de afrontar el reto que implica resarcir los rezagos en el aprendizaje.
Desde este lunes todo será diferente, ni duda cabe.
Docentes y alumnos bajo estrictos protocolos sanitarios y en una nueva dinámica de convivencia escolar que deberá ir tomando forma hasta terminar imponiéndose, así sea por obligación.
Estamos hablando de una gran movilidad social que involucra a unos 36 millones de alumnos y más de 2 millones 100 mil maestros, en más de 262 mil escuelas públicas y particulares.
El desafío es enorme.
En cada entidad, en cada región, en cada zona escolar, en cada escuela, incluso en cada salón de clase se darán circunstancias distintas.
Y cada una, a su modo, se irá resolviendo de modo particular. No puede ser de otra manera.
El regreso a clases presenciales, aunque sea gradual y voluntario, no acaba de convencer a todos.
Tan sólo pensar en una posible cadena de contagios aterroriza.
Una mayoría de padres de familia se opone.
Una mayoría de niños y adolescentes está a favor.
Los docentes titubean, pero se mantienen alineados.
El gobierno federal dice que es “impostergable”, lo que suena mejor que aquél impositivo “llueva o relampagueé”.
Hay quienes sostienen que no debe priorizarse el derecho a la educación sobre la salud. Ni viceversa.
Es un tema de equilibrios.
Muchos creemos que podría haberse postergado la fecha, dos meses quizá, con afectaciones que serían menores en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Y todos coincidimos en la necesidad de volver a socializar a los alumnos para aliviar los efectos en su salud mental, por lo largo y sinuoso de su confinamiento, que en muchos casos derivó en deserción y hasta en exposición a diversas formas de violencia y de múltiples abusos.
Nadie lo discute: las escuelas son fundamentales para el desarrollo, la seguridad y el bienestar de niñas, niños y adolescentes del país.
Fueron cerradas de manera temporal como último recurso. Algún día tenían que reabrirse, y el día llegó, aun cuando los miedos sean inocultables y los fantasmas del virus amedrenten.
No puede soslayarse que el retorno a clases ocurre justo en el momento en que la tercera ola de la COVID-19 golpea con mayor rudeza.
Las cifras son espeluznantes.
El contexto no parece favorable, pero la decisión está tomada. Estamos pues a unas horas de vivir una experiencia inédita. Ojalá que todos los dispositivos y los protocolos sanitarios funcionen a cabalidad.
Y que la disciplina prevalezca bajo un compromiso compartido: alumnos, padres de familia, maestros, administrativos, el resto de la sociedad.
El esfuerzo de solidaridad es gigantesco, es de todos.
El regreso es irreversible para este lunes, el “Día D” en la educación.
Después, quizá muy pronto, habremos de evaluar la decisión.