Al menos en mis tiempos de juventud, la ciudad de Puebla era considerada como conservadora, lo que significa que tenía una sociedad que privilegiaba los valores familiares y católicos.
Dice el diccionario que el conservador es partidario a mantener los valores políticos, sociales y morales tradicionales, se opone a reformas o cambios radicales.
La expresión estaba en desuso hasta que Andrés Manuel López Obrador la recuperó como estandarte al referirse a sus oponentes, concepción en la que caben muchos, así no tengan el perfil.
No deseo inducirme con estas reflexiones al vasto mundo de las doctrinas y las filiaciones, no es lo mío.
Digamos sólo que la Puebla de entonces era conservadora, y eso me lo remachaban mis compañeros de escuela cuando tuve que viajar a Ciudad de México a estudiar periodismo. “Ahí viene el mocho”, me decía.
Entendía que me identificaban como devoto católico y no me parecía agresivo, hasta que supe que los mochos también son aquellos que practican una doble moral. Entonces reaccioné con virulencia y mi mote se quedó en “el poblano”.
Lo cierto es que en ese conservadurismo extremo, de finale de los 60 y en los 70, el tema de la prostitución no se podía hablar en público, era todo un tabú. Hablar de sexo y más de quienes lo ejercían como profesión, estaba vetado.
Entonces existía en Puebla –lo saben quienes son sesenta añeros o más– una zona llamada “roja” donde se comerciaba con los placeres sexuales, la famosa “90 Poniente”, ubicada donde hoy se localiza la colonia Villa Frontera.
El floreciente negocio de la zona roja terminó tras una tremenda refriega en la que hubo hasta balazos, provocada por alumnos de la Universidad Autónoma de Puebla, después de secuestrar camiones del transporte público.
Eran tiempos de un choque ideológico entre conservadores y quienes pensaban diferente, les decían “rojillos” o comunistas, situación que mucho fragmentó a la sociedad poblana.
Visto a perspectiva, la zona de prostitución “controlada” en aquella Puebla era una auténtica aberración, pero la historia local lo registra con toda su inédita e inexplicable justificación.
Todo eso vino a mi memoria al leer una información de Holanda, donde no saben de conservadores ni de mochos, pero sí de prostitución.
Existe en ese país una cultura muy desarrollada. En Ámsterdam, su capital, el comercio sexual está perfectamente permitido y tolerado bajo estrictas regulaciones de salud.
La nota decía que una vez superados los estragos del coronavirus, las autoridades holandesas decidieron que esta semana pudieran reanudar sus servicios las trabajadoras sexuales, al considerar que tras la pandemia y su reclusión, bailarinas exóticas y prostitutas afrontaban serios problemas económicos.
Y es que un amplio distrito de la “zona roja” holandesa, donde miles de turistas suelen acudir para ver espectáculos, tiendas y buscar compañía, quedó desierta durante más de tres meses.
Eso sí, las autoridades sanitarias holandesas impusieron normas a las que las servidoras sexuales tendrán que sujetarse, inscritas en una guía que fue elaborada para evitar posibles contagios, ya que “ellas tienen un riesgo de salud más elevado, debido a su línea de trabajo”.
Entre los nuevos protocolos destacan el uso de guantes, látex, cubrebocas, mascarillas quirúrgicas faciales y hasta máscaras de cuero con broches.
Eso ocurre allá en estos días, donde supieron combatir la pandemia con medidas prontas e inteligentes y donde son otras sus preocupaciones, mientras que acá seguimos azorados por el virus letal.
Y no es precisamente que deseara que tuviéramos en estos lares “conservadores” una zona así, ni que volvieran los tiempos de la “90 poniente”, no.
Simplemente que mientras acá debatimos sobre el comportamiento social y no podemos contener siquiera la actitud desafiante del comercio ambulante o de quienes se resisten a medidas preventivas, del otro lado del mundo están en otra dinámica, preocupados por las sexoservidoras y su economía personal.
Contrastes de la vida, concluí en esta –por demás extraña– reflexión.