Hace apenas algunos días nos habíamos conmovido todos con la escena de Dylan, el niño que llegó hasta las lágrimas al festejar un gol de último minuto con el que su equipo, el Club Puebla, evitó una derrota y el riesgo de perder lo invicto.
Vimos ahí el clímax de la felicidad; un emotivo rostro infantil que expresaba la sensible virtud del futbol, del deporte todo.
Poco después, apenas el pasado sábado, también hubo conmoción, pero esta vez detonada por la indignación, el coraje y la tristeza unánimes tras los denigrantes acontecimientos ocurridos en el estadio La Corregidora de Querétaro.
Se vio ahí otra faceta, aquella en la que priva la brutalidad irracional de quienes lo han sido todo, menos aficionados al futbol o fieles seguidores del equipo Gallos Blancos.
En todo caso, aquellos fueron viles delincuentes, seguramente miembros de los muchos grupos criminales que operan en el país con solaz impunidad y bajo el cobijo de la consigna “abrazos, no balazos”.
De esos lamentables hechos hay responsables y culpables.
Todos deberían pagarlos.
Unos por omisos, complacientes, nada previsores y quizá hasta cómplices.
Los otros por quebrar el equilibrio social, por abusar del clima de impunidad que prevalece y por actuar en consecuencia con exacerbado salvajismo en contra de simpatizantes del equipo rival.
Lo paradójico es que la tragedia de Querétaro que ha denigrado tanto no sólo al futbol sino a la dignidad humana, pudo evitarse de haber hecho caso de los muchos avisos, todos ellos claramente premonitorios.
Con antelación en distintas plazas fueron varios los incidentes protagonizados por los falsamente llamados grupos de animación; lo mismo en Guadalajara como en Monterrey, San Luis Potosí y en Querétaro mismo.
Más recientemente se llegó al extremo de ese tipo de vándalos con expresiones de violencia implícita mediante amenazas y mensajes en letreros al estilo de las narcomantas, dirigidas a jugadores y técnico del Monterrey por su fracaso en el Mundial de Clubes y por su mala racha en el torneo local.
Nada se hizo entonces, como tampoco parece hacerse nada ahora frente a otros eventos delincuenciales que ocurren cotidianamente en las calles del país y que contribuyen a que la impunidad siga imperando.
De los trogloditas que participaron en la riña colectiva, hasta ayer se tenía información de 14 detenidos, entre ellos (¡qué vergüenza!) uno que fue llevado a la fiscalía queretana por su propia madre; dos ya fueron dejados en libertad a falta de evidencias y hay orden de aprehensión para al menos otros 14 sujetos.
Mientras tanto, apresurada por mantener la secuencia del actual torneo, la asamblea de dueños de la Liga Mx se reunió el pasado martes para determinar las sanciones por la gresca del sábado que derivó en lesiones a 26 personas, de las cuales 20 ya fueron dadas de alta, otras seis se encuentran en estado delicado y una está en situación grave con alto riesgo de perder la vida.
A juicio de muchos, con los que coincidimos, la resolución de los magnates del futbol nacional se quedó muy corta.
La asamblea no desafilió al club Querétaro, como algunos demandaban, aunque le impuso veto por un año, multa de 1.5 millones de pesos, suspensión a su directiva por cinco años y la obligación de vender al equipo.
Pero lo realmente absurdo es haber determinado que las barras de apoyo a los equipos no desaparecerán y ahora sólo sus integrantes deberán ser identificados, lo cual hace suponer la prevalencia de un mal que debió ser extirpado de raíz, al ser ellas precisamente las causantes de todos los desmanes.
Las medidas no parecen suficientes en cuanto a que carecen de garantías para que la normalidad regrese a los estadios y las familias puedan confiar en acudir sin preocupación alguna.
No sé en qué momento el futbol dejó de ser un espectáculo ameno para la familia para convertirse en una jungla de alto riesgo. Nada, absolutamente nada justifica el desborde de la violencia, y menos si ocurre en un escenario deportivo.
Por ello es relevante la reflexión que alerta sobre los riesgos de permitir en general la normalización de la violencia.
Eso pareciera que está ocurriendo y como sociedad debiera haber reacciones, exigencias de respuestas por parte de quienes tienen la obligación de velar por la seguridad de todos.
La demanda tendría que ser al menos para que no sean las instituciones las promotoras de conflictos y de permanente incriminación. El discurso de polarización social que viene de lo más arriba del gobierno federal es inadmisible y sus consecuencias se están ya percibiendo.
Violencia engendra violencia y la espiral seguirá hasta el infinito por más que se impongan correctivos, vetos, castigos y advertencias que pudieran estar en el marco de la exigencia, pero que serán insuficientes de no haber cambios de mayor calado en distintos ámbitos.
Es por eso que hemos ido transitando en unos cuantos días de la violencia delictiva de grupos criminales en Colima o Zacatecas, al fusilamiento colectivo en San José de Gracia, Michoacán; al asesinato contra otro periodista –el sexto en lo que va del año– y luego, hasta las gradas del Corregidora.
Por cierto, sobre estos fatídicos hechos, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha hecho un par de comentarios. En el primero, fiel a su discurso, lo justificó al ser “resabios de los gobiernos neoliberales anteriores o en todo el periodo en que se apostó a la corrupción…”.
Y apenas este mismo miércoles, al conocer las sanciones que impuso la Femexfut, el mandatario sugirió se hiciera una consulta pública para conocer propuestas que permitieran erradicar la violencia en los estadios, lo cual no parece mala idea debido a que el tema parece ser de mayor interés ciudadano, incluso, que el ejercicio que se avecina para la revocación del mandato.
Como sea, urge actuar a fondo y sin contemplaciones, en Puebla habría que esperar con interés las medidas que devengan de las reuniones que se celebran a convocatoria del gobierno estatal, entre autoridades municipales, directivos del Club Puebla, concesionarios del estadio Cuauhtémoc y otros actores involucrados.
La consigna debiera ser la generación de todo tipo de medidas y protocolos para impedir de modo absoluto que la violencia que gravita a diario en las calles se asome siquiera a los escenarios deportivos.
Ahora o nunca.