La escritora Fernanda Melchor y el docente Pedro Pérez luna contaron su experiencia al traducir un clásico de la literatura infantil
Mario Galeana
A primera vista parece extraño: Fernanda Melchor, la autora de una de las obras más virtuosas y desgarradoras de la literatura contemporánea en México, la novela Temporada de huracanes, también se dedicó a traducir El Principito, el clásico infantil que defiende la inocencia de la niñez frente a la terquedad de los adultos.
Pero, en realidad, para Melchor no significó un problema poner a un lado su mundo narrativo para pasar a español el libro escrito por Antoine de Saint-Exupéry.
“Cuando traduces, dejas de pensar en términos de tu propia ficción y tus propias obsesiones y te conectas con las del autor.
“Aunque yo, incluso en esa obra, dentro de la inocencia del niño que narra, pude ver una parte muy oscura, dolorosa, que todos hemos experimentado: la muerte de la inocencia”.
Fernanda Melchor presentó la traducción de El Principito el miércoles pasado.
En uno de los actos de la Fiesta del libro de Puebla, que se desarrolla en el Centro de Convenciones de San Francisco, en la Angelópolis.
Hizo lo propio el docente y traductor Pedro Pérez Luna, quien volcó aquel clásico al totonaco escrito.
Como no es usual que los clásicos de la literatura pasen por el tamiz de las lenguas originarias, la primera vez que Pedro Pérez tuvo en sus manos El Principito no pudo leerlo.
El libro formaba parte de su plan de estudios en la primaria, pero él se comunicaba en su lengua materna, el totonaco, y tuvo que guiarse sólo por las ilustraciones.
Años después, la historia del principito, el zorro y la rosa volvió a encontrarlo.
Esta vez, como traductor.
Le tomó un año traducir la obra para que otros niños pudieran disfrutar del relato.
“Traducir no es dar la vuelta a las palabras; es algo complejo. Tuvimos un equipo de trabajo que se dedicó de forma ardua. A mí me tomó un año hacer la traducción, pero pasaron cinco años más para que se publicara”, contó.
La complejidad de su traducción al totonaco comenzó por el título mismo.
En el tutunakú no existe la palabra “príncipe”, así que Pérez Luna lo convirtió en “el pequeño niño gran jefe”.
Otras palabras como “elefante” o “golf” tampoco tenían un símil en totonaco, y para cada una el traductor tuvo que construir una expresión alterna que pudiera ser entendida por los hablantes de esta lengua.
No siempre se puede intervenir demasiado. Fernanda Melchor intentó cambiar la icónica frase “dibújame un cordero” a “dibújame un borrego”, como se acostumbra decir en México.
“Fue la única propuesta que no me aceptaron. Me comentó el editor es que si el libro está muy cambiado no se van a sentir identificados y van a buscar la edición anterior en la que sí. Fue una batalla ardua, pero como autora y traductora siempre le doy su lugar al editor”.
Ella leyó El Principito durante su infancia y recordó con precisión que el final la dejó en lágrimas, pero con un enojo cuya raíz no entendía del todo bien.
“Mi placer fue descubrir un libro en donde se defiende la visión del niño, la experiencia de la indefensión frente a la terquedad, el egoísmo o la estupidez de los adultos. Fue el primer libro que me hizo entender que los adultos se equivocan, que pueden llegar a ser bastante tontos y ciegos”, explicó.
Consideró que si algo ha convertido a El Principito en un libro imbatido por el tiempo ha sido la paradoja de descubrir la inevitable muerte de la inocencia y, al mismo tiempo, el instinto de preservar la visión de la niñez –con su curiosidad y su libertad– dentro de la adultez.