Textos: Dulce Liz Moreno
Fotos actuales: Mireya Novo de Agencia Enfoque
Fotos antiguas: cortesía de Hugo Páez
Tac, tac-tac, taca-tacatá.
Los dos palos sonaban bien en la mesa de madera.
Tacatá, ta, tac.
O la vara en la malla de acero: tirarirará.
Hugo probaba por horas el sonido de botes, juguetes, trastes.
También le gustaba canturrear cualquier cosa que hubiera oído en casa de los abuelos.
Y a media tarde pedía: llévame a clases de música, mamá.
Maribel, apurada entre el trabajo fuera de casa y criar tanto a Hugo como a Eduardo, creía que su hijo mayor tenía una ingeniosa ocurrencia en medio de la milpa familiar.
El niño de nueve años cumplidos planteó una resolución. “Estábamos desgranando y me dijo: tú no me haces caso; un día se me van a quitar las ganas de aprender música”, narra ella.
Tan serio estaba Hugo, que Maribel soltó las mazorcas y le dio instrucciones: báñate rápido, ve a comprar un cuaderno y prepara un lápiz.
Lo tomó de la mano y llegaron a tiempo para la clase que Moisés Tlaxaltécatl daba a quienes querían tocar sax o clarinete, leer partituras y cantar.
Meses más tarde, listo en el solfeo, eligió aprender trompeta, la “voz” que le parecía más brillante de las canciones que oía: las de Chente en casa del abuelo paterno y las que el abuelo materno Ángel cantaba en las fiestas: todas las de José Alfredo.
Manuel Páez, su papá, hizo un esfuerzo y juntó los miles.
Una tarde, en clase, Maribel y Manuel le cayeron de sorpresa. Hugo abrió el estuche y, ¡guaaaa!, ¡su trompeta!
Fue el primer niño ejecutante en la región. Había chicos cantantes, violinistas, pero trompetistas, sólo el delgadísimo Hugo que en su salón de primaria era el más bajito.
Estudiaba cuatro horas diarias y los sábados de 8 a 2 y de 4 a 8, rutina del maestro Moisés.
Para Hugo, faltar a kermeses, partidos de fut y fiestas con piñata era normal. Lo más importante, de corazón: aprender a tocar.
Toc, toc, toc.
—¡Buenas tardes! Buscamos a Hugo Páez.
—Seguro tiene equivocado el nombre, me llamo Manuel, ¿qué desean, señores?
—Somos mariachis en Nealtican, nos falta trompetista.
—El que toca es mi hijo, pero es niño y está aprendiendo.
—Nos lo recomendaron.
Y ofrecieron pagarle por ir al municipio contiguo a tocar. El niño dijo que sí.
—Pero, ¿cómo voy a llegar a Nealtican?
—Yo te voy a llevar —le prometió Maribel.
Y así se ganó sus primeros pesos. El éxito total llegaba con el solo de “Nereidas”, que tocaba subido en una silla para que alcanzara la estatura de los demás.
A los 15 años, le preguntó a su hermano un año menor: “Lalo, ¿y si hacemos un mariachi?”.
“No me imagino haber hecho algo sin mi hermano; pero no dimensionaba yo lo que implicaba organizar un grupo así”.
Manuel le advirtió la gran responsabilidad.
Y Maribel le repitió la frase que aprehendió como convicción: “Si las cosas que valen la pena se hicieran fácilmente, cualquiera las haría”.
Papás y adolescentes visitaron amigos, parientes y vecinos.
Reclutaron a 12 en un solo día. Pero ninguno sabía música, mucho menos tocar.
Hugo aplicó su disciplina: tras las clases de secundaria, toda la tarde a estudiar y el sábado completo, para los 18 amigos.
Se estrenó de maestro de solfeo. Buscó luego quiénes les enseñaran a tocar. Todos los papás apoyaron comprando instrumentos y, para destacar, se presentaron en público por primera vez en camisa roja y pantalón blanco.
Invitaron de padrinos a mariachis profesionales y ha sido el concierto más sentido de Tecuanipan. No han dejado de tocar.
Ya fueron a Nueva York. A gira, a encabezar el Desfile de la Hispanidad, a tocar para los paisanos de San Jerónimo que viven y trabajan allá.
Todo ello, dirigidos por el fundador adolescente. Tan joven estaba, que a veces los clientes de primera vez piden hablar “con algún mayor”.
Hoy tiene 32 años de edad, hizo la licenciatura en música en la BUAP y es administrador de empresas titulado por la UVM.
Eduardo ejerce en California de ingeniero en mecánica automotriz pero Cristian, el tercer hermano, es su violinista fuerte.
Reconoce como primer maestro a José Cuanalo, trompetista hermano de su mamá, quien la convenció de la versatilidad del instrumento y le enseñó las bases de lo que hoy es su vida.
UN ROBUSTO SOPORTE HIZO TODA LA DIFERENCIA
Lo reconoce así: sin su famila, el primer mariachi de San Jerónimo Tecuanipan no existiría.
Hugo Páez Cuanalo se siente afortunado y agradecido por el papá que le tocó: sin externar sus reservas para no desanimarlo, ha impulsado su carrera como músico.
Y hace una mención especial para su mamá. Él era tan niño que no se aguantaba el instrumento con estuche y era ella quien lo llevaba ida y vuelta a su primer trabajo.
Iban a ensayos y eventos de Tecuanipan a Nealtican, municipios contiguos sin transporte público para comunicarlos, de modo que debían transbordar en Acuexcomac (junta auxiliar de San Pedro Cholula).
“Era tan bajito, que el director del mariachi lo subía a una silla y lo presentaba diciendo que acababan de sacar al trompetista del kínder”, relata Maribel Cuanalo Morales.
Cuando está ocultándose el sol detrás del volcán, ambos acceden a recrear la escena que se les repitió aquel año: juntos, del brazo o de la mano, haciendo la parada a la “combi”.
Su motor se llama Eduardo. Lo extraña porque vive en Estados Unidos, por su profesión, y le encantaría que volviera a tocar las armonías con el mariachi de chamacos.
Cristian, su violinista favorito, tiene una agenda apretada con su carrera de músico clásico, pero alterna en el ensamble.
Emmi ha llegado al final, el cuarto hermano y el menor. Y sin haberle contado la historia tomó primero el violín y, ahora, es su alumno de trompeta, “para poder tocar como lo hace Hugo”, dice el niño que ya comienza a dominar el repertorio vestido de charro.
Un apoyo extrafamiliar: Jordi Albert. En la BUAP, los maestros de Hugo le reprochaban el estilo del mariachi, les parecía “agresivo” y llegó un momento en que su trompeta dejó de sonar. El director de Jazz de la Universidad Veracruzana en Xalapa, doctor en pedagogía de instrumentos de metal, a quien seguía en Facebook, lo sacó del hoyo.
Tras diez días intensivos en la ciudad verde, con clases de anatomía, ejercicios con popotes y soportes para cuello y cabeza consiguió retomar sonido.
PULE TÉCNICA CLÁSICA Y MEMORIA DE MARIACHI
Se contraponen, sí, pero algo bebe un estilo del otro; por tanto, Cristian Páez Cuanalo navega en las aguas del mariachi y del clásico con brújula bien calibrada.
Violinista alumno del Instituto Superior de Música Esperanza Azteca, conjuntó un cuarteto con otro poblano, un músico de Veracruz y otro de Ciudad de México.
Y en el mismo año que se ensamblaron, 2019, entraron al Concurso Nacional de Cuartetos de Cuerdas.
Se congelaron unos momentos cuando vieron quiénes eran los 10 rivales: graduados de maestrías, instrumentistas con plaza fija en la Sinfónica de la UNAM, en la de Bellas Artes.
¿Qué hacer para distinguirse de los demás? Cristian propuso copiar a los mariachis una de sus virtudes: ejecutar de memoria.
Lo secundó Javier Medina, quien nació también en familia de músicos con traje de charro en Calpan, igual, municipio cercano al volcán.
En el escenario, los cuatro retiraron los atriles y empezaron a tocar pasándose la batuta en estafeta horizontal.
Ganaron.
Fueron revelación y campeones al mismo tiempo.
Julio Saldaña –director de orquesta, violinista y su mentor– les advirtió que aquello era un trampolín, no la meta.
Y se lanzaron a gira por Suiza, Austria, Francia e Italia.
De niño, Cristian fue a Nueva York con sus hermanos mayores, Hugo y Eduardo, como ejecutante en el mariachi que aquellos fundaron.
Luego, ganó becas para cursos en la Universidad de Indiana y estuvo en veranos con instrumentistas de todo el mundo.
“Pensé que eso era todo. Pero al llegar a Europa, ver a los mejores concertistas del planeta fue como conocer una nueva dimensión”.
Accede a contar su transformación: al entrar a la primaria, de 6 años, su hermano mayor tenía casi 16 y estaba formando su mariachi. Ensayaban en un cuarto de su casa y sus ojos se fijaron en los violines.
Con uno de feria, hecho de palo y con hilo de plástico en vez de cuerdas, regalo de Día de Reyes, empezó a tocar-soñar. “No sonaba nada, pero él lo tomaba muy inspirado”, cuenta Hugo, su primer maestro.
Cristian era tan tímido que, fuera de casa, no se le despegaba a su mamá. “Imagíname: con cualquier situación desconocida, me ponía a llorar”.
Pero un día vio una presentación en público, en el pueblo.
Quiero estar ahí y tocar el violín, dijo a sus papás.
No le creyeron. Ni traje tenía.
“Mi primo acaba de bailar con traje de charro”, argumentó, y sugirió que lo pidieran prestado. No se consiguió.
El niño subió al escenario en la plaza del pueblo. Se desintegró la vergüenza. Actuó, le aplaudieron, bajó contento, pleno.
Meses después, llegó el nuevo uniforme para el mariachi Encanto Juvenil que aún integra: traje color vino. Quiso el suyo.
Y empezó a cantar a los siete años, con las ventanas de los dientes recién caídos que le tordían las sílabas.
“Mentira”, que en el 81 puso de moda Luis Miguel, su éxito.
Y se iba a trabajar con el mariachi, como jugando. Llegaba a sumarse a las tres últimas canciones: dos cantadas y una con el violín. Y le daban sus pesos.
A los 10 años le cayó el reto de su vida: quiso ir a la orquesta Esperanza Azteca, como sus primos. Conquistó al jurado con “El son de la culebra”, aprendido con el mariachi.
No sabía leer ni una nota. No tenía idea de la técnica y las instrucciones eran enigmas para él. Nadie lo preparó para ese choque. Trabajó el triple. Y hoy es un talento y orgullo nacional.