Textos: Dulce Liz Moreno
Fotos actuales: Margarito García
Fotos antiguas: cortesía de Alberto Meléndez Meneses
En el borde oriente del jorongo del Popocatépetl se encuentran los poblados más cercanos al cráter: Santiago Xalitzintla, San Pedro Yancuitlalpan y la cabecera municipal, San Nicolás de Los Ranchos.
Ahí nació el primer hombre que decidió ser mariachi en el rumbo revestido por lava y escombro volcánico.
En 1934.
Rodolfo Meléndez Castillo fue nieto de un músico, originario también de ese límite de la Sierra Nevada.
Alguna instrucción genética debió llegarle por esa vía que a su padre le pasó inadvertida porque la necesidad de sobrevivir le antepuso el trabajo más pesado del campo y el labrado de piedra, a golpes de marro sobre cincel, como ocurre también en las otras poblaciones asentadas sobre el manto del volcán más activo y estudiado de México.
Tuvo que ser ese mensaje del ADN del abuelo lo que guio a Rodolfo hasta el instrumento más joven del ensamble musical distintivo de México, porque no hay otra explicación para su historia, contada por Alberto, el menor de sus dos hijas y cinco hijos.
TRAGEDIAS TEMPRANAS
—Quiero ir con mi mamá.
—¡Shhh!, no puedes, está dormida; no hagas ruido, vámonos de aquí, no la vayamos a despertar.
Rodolfo no tuvo alternativa. Se alejó sin darle un beso, ni acariciarle la frente a la hermosa, pero desmejorada joven de cabello lindo.
Esa noche todo fue extraño y sombrío.
Gente iba y venía, los abuelos rezaban mucho más que los domingos en la misa; hubo flores, sillas.
Algo en el aire y el gentío se sentía pesado, grande, fuerte y diferente; pero a él le dijeron que no pasaba nada, que era día especial de visitas, que se durmiera un ratito, que su mamá en poco tiempo habría de levantarse.
Al paso de los días, se dio cuenta que le mentían.
Vio a medio mundo llorar por la inesperada partida de la mujer que no volvería a abrazarlo, a quien tanto quiso y que ya no vio nunca más.
¿Por qué, de pronto, le habían arrebatado su presencia? Los más mayores estaban mudos. Él, recién cumplidos los cuatro años, quedó extraviado en un laberinto de desconcierto. Y desesperanza.
Dos años más tarde, falleció su papá.
Ahí terminó la niñez de Rodolfo. Tuvo que trabajar.
Con mucho esfuerzo podía apenas sujetar la herramienta y ya cargaba obligación de adulto: golpear la piedra del volcán para cincelar hasta hacer de los bloques molcajetes y metates.
“Tenía un hermano mayor, que se casó y tuvo hijos y se hizo cargo de él, pero para subsistir había que labrar la piedra; mi papá tenía que entregar una pieza terminada para poder comer”.
BESO CIRCULAR
El gobierno envió a San Nicolás de Los Ranchos una caravana de talleres: carpintería, herrería, música.
En la exhibición de los sonidos de instrumentos, al adolescente le gustó el brillo de la trompeta. No sólo el destello del metal, sino el esplendor de la potencia.
Los profesores le prestaron el instrumento.
Comprendió el trayecto que el aire debía recorrer para hacer cantar el metal.
Palpó con sus labios el aro de la boquilla, probó embonar piel y músculo y lanzó columnas de aire.
Una suave, otra tensa, una firme, otra más enérgica.
El sonido brotó.
En su primera oportunidad de hacer música, Rodolfo y sus maestros de taller tuvieron una revelación: el chamaco tenía una enorme facilidad para coordinar el movimiento de pistones, memorizar melodías y afinar la sonora voz del metal.
Y su labio superior, delgado y con el corazón de cupido puntiagudo como la letra M mayúscula, parecía destinado a empalmar en forma natural con la curva de la copa por la que el ejecutante insufla vida al instrumento, una especie de ensamble de boca y boquilla. Un beso circular.
SOPLO, RÁFAGA, Y VENDAVAL
El maestro de trompeta, entusiasmado con el veloz progreso de su mejor alumno, corrió a hablar con el hermano mayor de Rodolfo.
Su segunda asignación fue acompañar a una vecina a vender los utensilios. Cargados de kilos y kilos de los prehispánicos molinos, con metlapiles, texolotes, salseras y hasta comales de roca, salían del pueblo.
El punto de venta más cercano eran los Cholulas: cuatro horas caminando.
Mujer y niño maldormidos empezaban la marcha a las tres, plena madrugada, en oscuridad total.
Hacia las siete de la mañana empezaba la jornada de venta y, entrada la tarde, había que volver otra vez andando.
Así le llegaron a Rodolfo los 13 años de edad. Sin modo de ir a la escuela. Sin oportunidad de conocer nada más que la piedra de tonos marengo, ceniza, carbón o acero.
Que si podía comprarle al muchacho una trompeta.
Que sería genial que floreciera el talento.
¡¡Qué va a estar perdiendo el tiempo!!, le azotó en la cara. ¡¡Rodolfo tiene que trabajar!!
“Mi papá, entonces, se compró su trompeta él solo después de mucho tiempo de ahorrar. Y se dedicó horas y horas a estudiar y pronto se hizo muy bueno”.
Empezó en bandas y luego tocaba en orquestas. Su melodía vigorosa lucía en los danzones.
“Y fue haciendo sus cuates. Lo llamaban acá, allá y les aportaba con mucha dedicación”.
Un amigo hecho en el gremio lo invitó a integrarse con un mariachi.
“Pero lo primero que dijo fue que no. Que ese no era su estilo”.
Claro que no lo era, ¿qué va de un deleitoso y suave dibujo melódico de danzón al golpe de potencia intrépido y agreste que da esplendor al bravo ranchero?
Bastó con mirar el atrio del género Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad para que le dieran ganas de llegar hasta el altar mayor.
Le gustó muchísimo más.
Una hermana suya se casó con un maestro de canto, pianista de la Ciudad de México y ella se mudó para allá.
Alberto Hernández se llamaba el profesor.
Inmerso en el mundo de las orquestas de la capital del país, conocía y tutoreaba a cantantes solistas y de ensambles de todo género.
Entrenó en su estudio a protagonistas de óperas, vocalistas de bandas tradicionales, de grupos con música para bailar y fue el preferido de la farándula a partir de los últimos años 50.
A sus oídos llegó la información: de la Sonora Santanera, en pleno auge y popularidad, desertó un trompetista. Llamó a su cuñado.
Rodolfo preparó algunas canciones con solos de trompeta de singular dificultad. Se presentó al casting con el objetivo de estar a la altura del llamado del profesor de las estrellas, pero pensando que no tenía posibilidad de alinear con los reyes del ritmo, el cine y el salón.
Error.
El mismísimo Carlos Colorado –fundador, arreglista, director y, además, consagrado trompetista– dio al poblano la bienvenida al ensamble más famoso de música tropical en el país. Y le puso fecha al contrato.
Rodolfo Meléndez Castillo tenía doblemente agigantado el corazón.
Hacía poco, había conocido en San Nicolás de los Ranchos a una chica guapa, de ojos brillantes, que no le hacía el feo y apreciaba su música con admiración.
“¡Ah, maldito amor!”, dice, con una sonrisa franca, el último de los hijos que tuvo Rodolfo con la opción de vida que eligió por encima de las giras, la fama y de tejer un renglón en la historia de la Santanera: Herlinda Meneses Ladino, la compañera que amó hasta el último de sus días.
VIBRANTE PRECURSOR
Para esa mitad del siglo pasado, ni en San Nicolás de Los Ranchos ni en los alrededores había mariachis. En el rumbo, en el tiempo de Rodolfo Meléndez Castillo resonaban las bandas de viento.
El trompetista exploró en Cholula y Puebla capital para probar suerte con mariachis establecidos en esas cabeceras.
Lo enrolaron al momento.
La dificultad estaba en acudir a los trabajos porque ni había transporte público ni Rodolfo tenía carro.
Así que amarraba la trompeta a la bici y se iba con los mariachis pedaleando. Ida y vuelta, entre veredas, nunca se aliviaba totalmente del cansancio.
Mantener siete hijos obligó al hombre de manos tan talentosas como rudas a seguir cultivando el campo y en épocas de poca lluvia o cosecha malograda, volver a labrar la piedra del Popo.
Le tocó llevar serenatas de las que los padres celosos los echaban y correteaban casi a tiros.
Entre la expansión del cine mexicano de charros cantores y la masificación de la música ranchera de esos años, se formó el mariachi de San Nicolás.
El eco llegó al municipio de al lado: San Buenaventura Nealtican. Empezaron las primeras agrupaciones a ensayar: Juan Osorio fundó el “Mariachi Colonial”, poco después se integró el “Mariachi Pedregal”.
“Mi papá trajo la música de mariachi a estos pueblos; un contemporáneo suyo, Cirilo de la Rosa, también fue músico pero siendo muy joven se fue de San Nicolás a la Ciudad de México y volvió ya siendo adulto mayor y ya retirado”.
Rodolfo echaba la mano a quien le pedía asesoría y fue conocido por los que hoy son bisabuelos.
Hasta rebasados los 80 años de edad, aún lo buscaban en calidad de decano.
Los músicos se sumaron, sus alumnos se multiplicaron.
“Con su trompeta, mi papá impulsó a toda la familia: a todos nos dio estudios; el que no tuvo fue porque no quiso, pero él nos sacó adelante. Mi mamá se dedicó al negocio de la ropa y entre los dos hicieron que, a pesar de las carencias, no faltara lo básico. Estoy muy agradecido con ellos y con la música”, subraya el séptimo hijo de la pareja.
Un hermano fue al Conservatorio en la carrera de pianista, Claudio. Otro, Rodolfo, es odontólogo. Y junto con Alberto, son los mariachis de la familia.
Y todos los hermanos cantan bien.
En diciembre de 2020, don Rodolfo murió. Tenía 86 años.
Su herencia pervive en hijos y nietos. La del ejemplo del trabajo constante, la del amor a la familia como generador de brío, la musical con énfasis en el mariachi.
Y el dibujo de su labio superior, trazado con M mayúscula en el centro, emerge en los Meléndez como sello que no borran ni las sonrisas anchas ni el acomodo de vocales entonadas con falsete elegante o relumbrante vozarrón.
MANOS DE GIGANTE
Tendones y músculos se le construyeron enormes, vigorosos y sólidos por la fuerza, la tensión y la resistencia obligadas para golpear con martillos de dos kilos los cinceles y las puntas que rompen la piedra.
“Las venas se le saltaban mucho”, describe Alberto Meléndez Meneses cuando trae a la mente la imagen de las manos de su padre, el primer músico de mariachi de San Nicolás de los Ranchos y de los pueblos vecinos.
Curtidas, hinchadas y ásperas por medio siglo dedicadas a la labor del campo, las palmas parecían guantes de beisbol.
Así de grandes, así de rudas, al contacto del metal de su trompeta dorada, esas manos parecían hechizadas para volverse ágiles y finas al abordar ritmos y alturas de los sonidos que pintaba con el aire.
Rodolfo Meléndez Castillo se crio en la década de los años 30 y fue papá de siete. “Eran otras épocas; los señores de entonces no eran cariñosos con sus hijos”, enfatiza Beto, quien llegó a la familia al último, 10 años después de que nació el sexto de los hijos de Don Rodolfo y Doña Herlinda.
La enorme brecha generacional entre el papá y el hijo menor, y la fisura tan ancha entre las edades de hermanos y Beto se combinaron. Los otros seis, mujeres y hombres, tuvieron que trabajar en el campo para ayudar a mantener a la familia; él conoció el surco sólo como un espacio de juego.
“Mi papá fue diferente conmigo; era más amigable. Y, sí, fui su consentido”, reconoce ante pregunta directa.
Esas manazas de gigante abrazaban a Beto, le hacían cariños. “Trataba de jugar conmigo, intentaba hacerme reír”.
Con todo y su época, Don Rodolfo era diferente a otros padres de familia: era comprensivo con las necesidades de cada uno, no veía mal que su esposa trabajara, al contrario de la mayoría de señores.
Sus vecinos lo recuerdan con mucho cariño por su carácter y sus buenos detalles.
Su esposa tenía muy presente el tamaño de las manos del mariachi.
En sus últimos años de vida, Don Rodolfo sonreía cuando Doña Herlinda le preguntaba: ¿te acuerdas que mis manos no alcanzaba para agarrar una mano tuya? Y juntos recordaban cómo caminaban juntos, jovencísimos, y la izquierda de ella desaparecía en medio de la diestra de él.
De las manos enormes de Don Rodolfo nació el juguete que Beto recuerda con tanto gusto que los ojos se le hacen acuarelas: un “revólver” de palos y ligas, cuya tecnología casera hacía que las corcholatas salieran disparadas con un movimiento certero.
“¡Me encantó eso!”, alcanza a decir el hombre, hoy padre de familia, que disfrutó la etapa en la que el músico impulsor de mariachi en la región se permitió las expresiones más amorosas y los abrazos más cálidos hacia quienes amaba.
Y mimos y suaves palmadas con el par de manos virtuosas para ejecutar la trompeta, manos entrenadas para trabajo rudo, enormes manos creadoras del mejor juguete de todo el mundo. Manos de gigante.
“LO QUE SEA QUE A TI TE GUSTE VA A LLEVARTE LEJOS”
“¡Vámonos, Beto!”, lo llamaron los otros cantantes cuando los ojos del rey del falsete todavía no se saciaban de mirar la Fuente de Trevi, en Roma.
“¡Ándale!, ¡ya nos vamos!”, lo apresuraron los otros violinistas cuando parecía pegado a la banqueta arbolada de los Campos Elíseos en París.
A nadie le sorprendió que Beto fuera el último en llegar al punto de reunión, cerca de la Fuente de Neptuno de Madrid.
Los ojos que chispean cuando está contento se beben todo lo nuevo, todo lo bello y Europa tiene siempre algo que le gusta disfrutar.
Pero esa primera gira resultó un gozo excepcional. No sólo había salido de San Nicolás de Los Ranchos, de Puebla o de cualquiera otro estado mexicano: su traje de charro, su violín y su insólito falsete lo llevaron al otro lado del mundo.
Romper los escenarios europeos con los sones gozosos de mariachi, el huapango y la nostalgia ranchera no se lo había imaginado.
Pero un hombre sí lo había vislumbrado así: Don Rodolfo Meléndez Castillo, autor del legado que preservan Beto y sus seis hermanos.
No es que hubiera profetizado a Eugenia León o Pablo Montero o Maite Perroni, pero el padre de familia tuvo la certeza de que, en cuanto supiera por dónde, el camino se abriría a los pies del niño de los bucles tímidos y ojos oscuros y destellantes.
Porque, para el menor de los Meléndez, la escuela nomás no era lo suyo. Lo mejor de la primaria eran el recreo y la salida; no es que no le gustara aprender, pero las tareas le fatigaban y el interés se le fugaba por cualquier ventana.
Alberto nació al pie del volcán, cuando Herlinda Meneses Ladino pensó que seis hijos eran toda su descendencia al lado del hombre que eligió por diferente, trabajador, empeñoso en sus proyectos, generoso con sus saberes y experto intérprete con la más sonora voz metálica del mariachi: la trompeta.
Así que el octavo hijo llegó en forma inesperada, cuando el penúltimo tenía diez años cumplidos.
¡Y cómo cambió la rutina en aquella casa!
Le cuentan hermanas y hermanos que oían un suave runrún, como si las canciones del radio o el tocadiscos tuvieran un eco quedito, una especie de cuchicheo.
Descubrieron pronto lo inesperado: el bebé, que apenas se mantenía derecho sentado en la cuna, hacía tan acertadamente el intento de imitar las melodías que lograba afinar los sonidos durante algunos segundos.
Y cuando empezaba a sostenerse en pie, todavía dentro de la camita cercada, aunque no podía decir ni una palabra todavía, tarareaba en balbuceo frases enteras de los estribillos del rock, las rancheras o baladas que se estuvieran oyendo en casa.
Y su hit aplaudido fue “La incondicional”, con palabras a medio hacer porque todavía no decía frases completas, pero en sobresaliente consonancia con la voz aguda de Luis Miguel.
Los recuerdos más antiguos de Beto están grabados en su oído: las notas de la trompeta repetidas por horas, en el tiempo de estudio de Don Rodolfo, para aprender los bordados que inventaba el Mariachi Vargas de Tecalitlán.
El niño se supo al derecho y al revés el “Viva Veracruz número uno”, la novedad en los ensambles de cuerdas, trompeta y canto en los convulsos años 80.
Y vino una mezcla de géneros, estilos e idiomas: uno de sus hermanos armó un grupo versátil animafiestas, centro de atracción para los bailes y las kermeses de la época ahí, junto al volcán.
Así que el hermano menor aprendió las más pegadoras letras de Enanitos Verdes, Hombres G y combinaba con las estrofas de las más románticas para ser bailadas “pegaditas” que cantaba Grupo Yndio, y el “Déjenmeeee, si estoy llorando…” que pusieron en el top los chilenos agrupados en Los Ángeles Negros.
Ya con suficiente edad, unos cuatro años, se rifaba con “La de la mochila azul”.
A los cinco, su juego recurrente era el de director del grupo cumbianchero o rockero, según alternaba su ánimo. O de director de mariachi, que pedía a la sección de cuerdas afinar el La en 440, no en lo que a cada violinista bien le pareciera.
Claudio estudiaba piano en el Conservatorio. Iba y venía a Puebla cuando el viaje parecía eterno y había que limpiarse los zapatos varias veces.
Oyendo la fuerza de la voz aguda de su hermano más pequeño, lo tomó de alumno.
“Me enseñaba lo que él sabía. Me puso a vocalizar y me decía cómo respirar para sostener los sonidos. Pero yo quería ir a jugar, no estudiar solfeo ni encontrar las notas en el teclado”.
Siendo el favorito de todos y el que le ganaba la voluntad a los papás, Beto estaba acostumbrado a salirse con la suya.
Pero se topó con pared. Claudio sabía que lo estaba adiestrando prácticamente a dominar otro idioma y que esa voz necesitaba guía, impulso y disciplina.
“No me dejaba salir hasta que le entregara la lección completa; y yo me ponía a llorar pero él no accedía. Y yo vocalizaba así, llorando, pero terminaba bien toda nuestra clase”, recapitula.
Dice que todo lo que hoy sabe y aplica de rigor y entrega al estudio lo aprendió en esas horas que su hermano le regaló de energía, conocimientos y amor al pentagrama para descifrarle los secretos.
En quinto de primaria, con su hermano pianista, diseñaba sus participaciones en festivales y concursos. La repisa se le llenó de diplomas.
Su otro hermano-maestro, Rodolfo, odontólogo, también lo tomó de estudiante y lo guió para aprender la guitarra en la secundaria.
Fan del mariachi, el mayor le pasaba sus tips para puntear y rasguear vihuela, guitarrón y le puso en las manos un violín.
El hermano menor quedó fascinado con la voz de su nuevo instrumento.
Lo tomó con todo empeño.
No lo ha soltado.
…
Pero la bronca frente a las materias de primaria y secundaria nunca le dio tregua.
Y le cayeron en montón hermanas y hermanos que, de corazón, intentaban ahuyentar el fantasma que les hacía imaginar un futuro malogrado.
“Si no dominas las matemáticas al dedillo, vas a ser un fracasado”, advertía el hermano médico.
“No te quiero ver acabar de chalán a los 15 años”, reprendía el odontólogo.
“Sin química ni álgebra, no la vas a hacer en la vida”, avisaba el que estaba a punto de acabar la licenciatura en Música.
“Sentía mucho la presión de mis hermanos y yo mismo me preguntaba por qué no, de una vez por todas, amarraba las materias de la escuela, por qué no tenía el entusiasmo de ellos para sacar buenas calificaciones”.
Sus ojos perdían el brillo.
Entonces, el hombre de manos enormes con venas saltadas llegaba, lo abrazaba y le hablaba como amigo, firme y cariñoso:
—No te preocupes, hijo. No les hagas caso. Vas a llegar muy lejos, ya verás. Yo confío totalmente en ti. Tú nomás diles a tus hermanos: “Ustedes no le han pegado a un perro”.
Beto aún se pregunta qué significaba exactamente esa frase con la que el alma se le regresaba al cuerpo y…
…Una tarde, estuche de violín en mano, al llamado de sus compañeros mariachis “despertó” del hechizo que lo había adherido frente a la Fuente de Trevi, a la banqueta arbolada de los Elíseos. Y recordó que Don Rodolfo le predijo que lo que a él le gustara, lo iba a llevar a grandes cosas. Lejos.
EL PIANO DE CLAUDIO CONDUJO A GRANDES
El músico de formación clásica de la familia Meléndez Meneses posee el instrumento que guarda esta historia
EXPERTO
En Ciudad de México, Alberto Hernández fue uno de los maestros de canto más cotizados entre solistas famosos
ENTRENADOR
Habilitó en su casa un estudio con un hermoso piano antiguo. Ahí, con él, tomó clases de vocalización la grandiosa cubana Celia Cruz
PARENTESCO
Se casó con una de las hermanas de Rodolfo Meléndez Castillo; así se hizo tío del clan de mariachis
VUELO ALTO
Uno de los asiduos a clases de canto para sí y para sus músicos fue otro cubano legendario: El Rey del Mambo
GREMIO
Los músicos exitosos de los años 50 y 60, como los de La Sonora Santanera eran cercanos al maestro
FAMILIA
Al fallecer el profesor, sus hijos heredaron el instrumento y lo mantuvieron afinado
TRES CAMBIOS DE MANOS
Miguel Ángel Arenas compróel piano a los herederos. El trompetista mariachi y su esposa lo adquirieron para el hijo que en el Conservatorio se profesionalizaba y, él, con instrumento, enseñó técnica vocal a su hermano menor