El libro Leyendas enfranjadas, escrito por Mario Riestra, retrata 100 figuras históricas del Club Puebla. El autor comparte algunas de ellas en este espacio, cada semana.
“¡Se quema el estadio!”, es el grito que oye Rogelio la noche del 30 de noviembre de 1956. El Mirador, la casa camotera desde 1944, se consume entre las llamas. Puebla se queda sin futbol y niños como Rogelio recurren al beisbol para divertirse.
Rogelio acompaña a su papá al Ignacio Zaragoza, donde juegan los Pericos desde 1954, para ayudarlo en su trabajo, jefe de seguridad del estadio, y para hacerla de bat boy. En 1963, la novena poblana obtiene el primer gallardete de su historia. Uno de sus mejores bateadores es el cubano Daniel Morejón, cuyo apellido, sobre todo la forma abreviada (More), se convierte en el sobrenombre de Rogelio por su gran parecido.
En 1964, el Puebla regresa al futbol en segunda división. Su nueva casa es el Zaragoza, donde la convivencia con los Pericos no siempre es fácil. El equipo necesita un multiusos y don Joaco y el contador Moreno Valle encuentran uno en el propio estadio, un joven de 17 años bajito, moreno, de ánimo sereno pero de gran energía. Con el permiso paterno y sin saber muy bien en qué se metió, Rogelio empieza como masajista y luego lo hacen utilero.
En 1970, Rogelio está en el estadio de Ciudad Universitaria para atestiguar el ansiado regreso a primera división. La emoción se desborda, los festejos se prolongan y todo el equipo es recompensado con una semana en Acapulco. En esa década, el More aprende distintas tácticas de futbol colmillo para intervenir sutilmente en el ritmo de un partido. Por entonces no hay la abundancia de hoy, así que todas las tareas exigen trabajo arduo, creatividad, paciencia y buen humor. Hay que cuidar como tesoros las playeras de los jugadores, pues sólo tienen una o dos por temporada.
En los ochenta, Rogelio ayuda a los preparadores físicos a hacer los conos, las picas, ocuparse de las bandas de delimitación, armar el circuito de vallas y, desde luego, asegurarse de que haya suficientes balones y de que estén bien rellenos y cosidos. Ese trabajo es fundamental para obtener títulos. Varios jugadores recuerdan nostálgicos el aroma a café que se extendía por el túnel muy de mañana, señal de que Rogelio y los suyos ya andaban por ahí.
A principios de los noventa, Germán, hijo de Rogelio, se suma al equipo y, años después, lo hace Juan Pablo, un nieto. Junto con madres, esposas y hermanas, son los Mores, un comando de eficiencia, orden, limpieza y compromiso. Siempre con una sonrisa, siempre con amabilidad, tratando de ayudar al club aún en las tareas más insólitas, como cuando clausuran el Cuauhtémoc y Rogelio tiene que saltarse en las noches para rescatar uniformes, tacos y equipo.
Institución dentro de la institución, Rogelio —a punto de cumplir sesenta años en el club— y su familia han sido el sostén invisible del equipo en los momentos más difíciles. La pasión, el amor y la entrega de esta tribu son un ejemplo de constancia, duración en el tiempo y trabajo en equipo que el club haría muy bien en imitar en otras áreas. Sin duda merecen un lugar de honor entre las leyendas enfranjadas.