Por: Dulce Liz Moreno
Como si un tigre gigantesco hubiera echado el zarpazo, el mapa de Puebla quedó devastado en la región norte. Empezó a llover el 1 de octubre, el 4 y el 5 arreció como nunca y hubo tregua el día 11, demasiado tarde para 500 personas.
Medio millar que encontró la muerte bajo toneladas de barro. Su propia tierra encima. A las sierras Norte y Nororiental, las lluvias les reblandecen el terreno desde siempre. Y porque son eso, sierras, el montón de cerros se desgaja si carece de “redes”: siembras y bosques.
En 1955, el huracán Janet le partió el rostro desde el 29 de septiembre entrando por Tlatlauquitepec, se fue para Xicotepec y luego Huauchinango, Tetela, Teziutlán y Zacapoaxtla. Pero no se aprendió la lección.
Y continuó la deforestación y el cambio de uso de suelo y el asentamiento de viviendas en donde no deberían estar. Y cayó un diluvio. La noche del 4 de octubre murió la mayoría en la Sierra Nororiental.
En la Norte, fue el día 5; y a muchos les dio tiempo de correr a un refugio. El horror llegó cuando los montes cayeron encima de esos albergues. Hubo 215 sitios improvisados para cobijar gente, pero 39 mil 254 requirieron techo durante casi un mes porque el agua les quitó todo. Uno de cada cuatro caminos quedó destrozado, inservible.
Se marcaron 17 puntos críticos: los que tenían más de un kilómetro de barranco y ninguna forma de cruzarlo. Dos mil personas no comieron nada durante una semana.
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¿Has pasado una semana sin comer?
Los habitantes de Ometepec, en Aquixtla, sí. Desde el 4 de octubre, cuando la lluvia les inundó el pueblo, se quedaron vecinos y amigos juntos en las viviendas de la parte más alta del pueblo. Apretujados, entre todos pudieron cenar lo que hubo esa noche.
Y al otro día, algo quedaba en los traspatios y los alrededores, pero la tormenta arreció todavía más que el día anterior y no dejó salir a nadie.
El miércoles 6, no estaban enterados de nada, salvo que todas las familias habían perdido sus viviendas, ganado y cuanto había en el pueblo estaba debajo de toneladas grises, rojas y cafés congeladas.
El jueves comenzaron a padecer porque no hubo forma de comer nada sólido y tampoco tenían agua limpia. Como pudieron, lavaron todos los enseres y recogieron la lluvia. Filtraron y bebieron. Los niños primero. Cadena humana para desenterrar viviendas y encontrar algo de comer fue la consigna de unos, caminar hacia los pueblos de alrededor, la de otros.
Una semana después, sólo había comunicación por teléfono, pero no había electricidad y por lo menos 30 estaban enfermos. El agua no era suficientemente desmugrada. El presidente, entonces Ernesto Zedillo, había ido tres veces a visitar a damnificados. Pero de Ometepec, nadie se acordó.
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EN LA DESESPERACIÓN, LUCES DE INGENIO En estos parajes de la Sierra Nororiental, rincones de Tlatlauquitepec, los vecinos tuvieron una idea brillante: usaron perros callejeros para rastrear vivos o muertos debajo de las viviendas derrumbadas por toneladas de lodo e inundadas por la lluvia que no dejaba de azotar
Vivir entre cerros, morirse de frío
Para decenas de comunidades, la ayuda que llegó tarde o nunca apareció, la muerte de los suyos sobrevino por frío. El barro congelado, los vientos de la tormenta tropical, la temperatura bajo 0 del frente frío, todo se conjugó para mal.
Ayotoxco vio caer en pedazos el puente Buena Vista de 122 metros de largo. Tlaola no tuvo electricidad 15 días y la búsqueda de personas bajo escombros era imposible en oscuridad o con la neblina encegueciendo a las familias o el frío paralizándoles brazos y piernas.
Chiconcuautla se quedó incomunicada sin sus puentes y caminos San Lorenzo, Taltaxco, Axocopatla y El Rama. No llegaron manos de auxilio a las comunidades donde a falta de palas se cavaba con tepalcates, ollas y botes de manteca.
En Huehueimilco (Teziutlán), la búsqueda dio fin cuando se habían hallado 21 cadáveres debajo de ocho casas destruidas por un alud de lodo. Y no hubo modo de encontrar más de dos cuerpos en un río de Hueytamalco.
Pueblos olvidados, enfermos y sin alimento
Puede ser que Hueytepec, comunidad de Tlatlauquitepec, sea el peor de los casos de enfermos que no recibieron ayuda. Unos 60 estaban heridos. Se les vino abajo la vivienda y sus parientes y vecinos habían hecho torniquetes, vendajes y entablillados lo mejor que pudieron. Pero si ni médico había, menos antibióticos.
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Más o menos 400 personas necesitaban comida. El día entero lo pasaban bajo la lluvia, entre rafagones de viento, buscando familiares debajo de los escombros y, luego, algo que pudieran comer. Pero no encontraban nada. Llegó el 14 de octubre, 10 días después del aluvión, el mismísimo presidente.
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Era entonces Ernesto Zedillo. Y los reclamos fueron su recepción. Habían llegado helicópteros, pero sólo se llevaron a 30 de los más enfermos. Ir a Tlatlauqui costaba ocho horas a pie. Y, al llegar a los centros de reparto de comida, los enviados tenían que dar credencial de elector, referencias, cartas que les hubiera hecho el juez de paz… Y la panza, vacía.
A pocos metros, el abismo
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CAMINOS ROTOS
Esta imagen se repitió por lo menos 47 veces en la carretera interserrana, aunque los “puntos críticos” eran 17.
Hubo que caminar en fila india, con bultos en la espalda de 40-50 kilos y durante seis, ocho, diez y hasta 16 horas de marcha continua para llevar víveres a gente que llevaba días sin comer porque a pocos metros de donde se juntaban las familias estaban abiertos los acantilados, como fauces de fiera reclamando alimento. En la presa de Valsequillo, se desfogaba el exceso de agua.