El féretro fue llevado en hombros, como marca el ritual de los grandes duelos.
La marcha fúnebre se escuchó a lo lejos.
Faltaba apenas una semana para la elección presidencial de 2000.
Pero ya era un cadáver insepulto.
Y como tal fue tratado.
Olía a muerto, a kilómetros de distancia.
El zócalo de Puebla observó, atónito, su último paseíllo.
El acta de defunción estaba lista.
El hartazgo popular y el clamor por un “cambio”, las causas del deceso.
Fue el principio del fin.
De ese PRI hegemónico que, por largos 71 años, había usado al país como si fuera de su propiedad.
Aunque recuperaría el poder, lo dejaría ir seis años después, como quitarle un dulce a un niño.
Que siga descansando en paz.