Por: Francisco Herrera Tapia
En nuestra sociedad es muy sabido que el campo mexicano ha quedado rezagado respecto del desarrollo nacional a lo largo de la historia, lo cual se refleja en altos índices de pobreza, carencia de servicios y baja productividad. No obstante que el presupuesto público siempre ha estado presente, y hay un sector agroempresarial muy pujante, en los territorios rurales persisten bajos niveles de desarrollo. Y a decir de algunos funcionarios públicos de viejo cuño, el financiamiento al campo es un “barril sin fondo”.
Paradójicamente, en el paisaje agropecuario del México rural, es muy recurrente observar inversiones públicas mal orientadas, por ejemplo, invernaderos abandonados, maquinaria agrícola en desuso o descompuesta, bodegas desaprovechadas, activos productivos innecesarios, ganado poco adaptable, granjas abandonadas, hasta un precario sistema de asesoría técnica al campo mexicano.
Especialmente cuando se trata de mejorar las condiciones de vida de la población rural, las políticas sectoriales han mostrado un impacto limitado para lograr la sustentabilidad del campo mexicano, al menos, para la gran mayoría de los productores que representa la pequeña agricultura, es decir, familias que poseen menos de 5 hectáreas.
De esta manera las políticas sectoriales a lo largo de la historia no han alcanzado a cubrir elementos económicos, sociales y ambientales, como lo demanda hoy en día el campo, debido a las problemáticas sobre cambio climático, desempleo, salud alimentaria y fallas en organización productiva.
Pero, ¿Qué pasaría si al tiempo que elevamos la productividad, hacemos más por el desarrollo social, la sustentabilidad ambiental y resguardamos nuestra cultura alimentaria?, ¿Cómo lograr una atención integral del campo mexicano?
Las ciencias sociales y disciplinas afines al sector agroalimentario, en las últimas décadas han dado cuenta que, desde una perspectiva territorial, se pueden atender de mejor manera las diversas necesidades que existen en las zonas rurales.
Esta visión de integralidad conlleva la participación multiactoral de quienes viven en el campo, o que mantienen intereses sobre el territorio como es el Estado en sus tres órdenes de gobierno, así como agentes económicos empresariales, incluso instituciones educativas que fungen como nodos de inteligencia territorial.
A decir del enfoque territorial, deben crearse redes de articulación de los factores clave para lograr un desarrollo rural sustentable con justicia social.
Esta visión claramente rompe con la ya tradicional entrega de recursos económicos o activos productivos de manera directa al productor, que, desde una lógica vertical, es decir, “de arriba hacia abajo”, han acostumbrado a la gente del campo a solo recibir los famosos “apoyos”.
Es en ese sentido, que la propuesta de creación de redes, su desarrollo y consolidación a nivel territorial, teóricamente son cruciales para crear un entramado de actores que cohesionados favorecen el desarrollo rural regional.
Esta visión parte de la idea de que, si bien es prioridad elevar la productividad y competitividad en escenarios de mercado, también es importante que esa visión se traduzca en desarrollo territorial y bienestar social.
Debemos apoyar estrategias que reconozcan el componente ecológico de la producción agropecuaria, el impulso al comercio justo, así como de manera importante ungir a los consumidores como los actores clave de la cadena productiva, el rostro del campo podrá ir cambiando de manera favorable si el consumo se transforma en favor de los agricultores.
Nosotros los consumidores tenemos una responsabilidad ética en la valorización del trabajo del campo, pagar precios justos, reconocer el valor cultural e identidad territorial de los productos, además de ser solidarios con una producción que es saludable y sostenible.
Apostar como consumidores comprometidos con el campo mexicano, es una forma de rescatar nuestras raíces, reactivar la gastronomía regional y nacional, además de colocar en una posición más competitiva a los territorios rurales.
Priorizar la compra de productos provenientes de la agricultura familiar de pequeña escala, siempre nos dejará como consumidores mayor certeza de que, estamos apoyando a familias rurales de escasos recursos, que pagamos por producir de manera más sustentable y agroecológica, además de que, los alimentos serán más saludables y culturalmente apropiados.
En el ámbito académico se ha avanzado mucho en estos temas, pero es tiempo que este conocimiento científico se encuentre con los saberes populares y juntos formar una amalgama que fortalezca el desarrollo agroalimentario de las regiones, con criterios y aportes de solución al entorno territorial, el apoyo a las comunidades, con cadenas de valor justas y equilibradas, y donde el consumidor, tendrá necesariamente, el rol más protagónico.