Adolfo Flores Fragoso
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Más por morbo y curiosidad, en mi cercada (y cercana) juventud, me integré a ciertas peregrinaciones a La Villa y la basílica de Guadalupe.
Los 12 de febrero y los 12 de diciembre.
Recorridos de tres días y 500 noches, pero que –al final de mis cuentas matemáticas– fue como aprendí a no perder la fe.
Una fe muy extraña, como algunos de mis amigos cuestionarán.
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Terminé llorando cada caminata que debía cruzar por el Paso de Cortés, para bajar a Amecameca, donde un peregrino me robó una grabadora Sony que mi padre me prestó. Pero esa, es otra historia.
Tal vez por una sensibilidad no tan ajena al cansancio, o a cierto ateísmo de closet, realizaba mis peregrinaciones.
Mejor cruzar el puente de Guadalupe, y quitarme de problemas.
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En la “última cuadra de la calle de Cholula” (describen los textos archivados de la Puebla de los Ángeles, del siglo XVIII), queda asentado que en el actual cruce de las calles 11 Norte y avenida Reforma, construyeron un puente de piedra (o arco de cantería), que daba paso al convento de San Javier y al colegio de Guadalupe de Puebla.
Construido el templo, el puente fue conocido como de Nuestra Señora de Guadalupe.
Punto que fue mesón (de la reina, por tratarse de la imagen religiosa), panadería, y hasta hospicio.
La Calle del Puente, como los poblanos de esa época la conocieron.
Cuántas historias en torno a esa esquina.
Tan cercana.
Tan lejana a una memoria que todo lo olvida.
Tan cercana a una piel oscura.
Esa oscuridad ante muchos se reclinan.
Y con poco, sincera fe.
Algunos.
12, tal vez.
En diciembre.