Rubén Salazar / Director de Etellekt
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La propagación de COVID-19 ha puesto a prueba la capacidad de los gobiernos para tutelar la salud de la población sin cometer violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, en aras de contener la trasmisión del virus, autoridades estatales y locales se vieron forzadas a limitar temporalmente, mediante sanciones coercitivas, algunas libertades individuales en materia de tránsito, circulación, reunión y comercio que, junto al uso obligatorio del cubrebocas, provocarían actos individuales de desacato, pero también de abusos de parte de sus policías responsables de vigilar el cumplimiento de estas medidas.
Bastaba una chispa para que, en esta nueva normalidad, el uso discrecional y desproporcionado de la fuerza para manejar la resistencia al arresto, tenga desenlaces fatales como el asesinato de Giovanni, presuntamente cometido por oficiales de la Policía Municipal de Ixtlahuacán de los Membrillos, en Jalisco, luego de resistirse a ser detenido por no portar cubrebocas.
Antes del asesinato de Giovanni, relatores especiales de derechos humanos de la ONU advertían a los gobiernos que “romper el toque de queda, o cualquier restricción a la libertad de movimiento, no puede justificar el uso excesivo de la fuerza por parte de la policía; bajo ninguna circunstancia debe conducir al uso de fuerza letal”. De acuerdo con los relatores de la ONU, para millones de personas que no pueden guardar la cuarentena por su situación económica, “las medidas de emergencia pueden ser una amenaza más directa para su vida, sustento y dignidad que incluso el virus en sí. Hay otras formas de controlar que la fuerza primero”.
El gobernador de Jalisco hizo caso omiso a las advertencias de la ONU sobre el impacto social de las medidas coactivas en la gestión de COVID-19, pues a pesar de haber señalado que el asesinato contra Giovanni fue responsabilidad de la actuación municipal y no de sus policías estatales, los actos se enmarcan dentro del acuerdo que él mismo impulsó por el cual se emiten “medidas de seguridad sanitaria para el aislamiento social, de carácter general y obligatorio”, que en su artículo segundo, establece que las “autoridades municipales serán las responsables de verificar el cumplimiento de las medidas de seguridad sanitaria antes señaladas”. Entre ellas, el uso del cubrebocas. Es decir, las medidas del gobernador, propiciaron el abuso policial contra Giovanni.
Pero el gobernador Enrique Alfaro no fue el único, otros 14 gobernadores de los estados de Aguascalientes, Baja California Sur, Campeche, Coahuila, Durango, Hidalgo, Michoacán, Oaxaca, Quintana Roo, Tabasco, Tamaulipas, Tlaxcala, Yucatán y Zacatecas, publicaron decretos o acuerdos con multas y sanciones administrativas, incluyendo en algunos casos arrestos de 36 horas, por no acatar el confinamiento o no usar cubrebocas en espacios públicos, apoyándose para ello igualmente en las autoridades municipales.
Sin embargo, no toda la responsabilidad proviene de los mandatarios estatales. La discrecionalidad de los gobernadores para restringir de facto las garantías individuales con objeto de proteger a toda costa la salud pública ha sido proporcional a la abdicación del gobierno federal para hacerse cargo de la gestión de la pandemia.
Justo cuando se alcanzaban los picos más altos de la curva de contagios y niveles record en mortandad, el presidente dio por terminada la Jornada Nacional de Sana Distancia, ordenando la reapertura en sectores estratégicos como el de la construcción, la minería y el transporte, no para salvaguardar la salud del pueblo, sino para forzar a la gente a trabajar en el levantamiento de sus tres pirámides de Egipto: el aeropuerto de Santa Lucía, la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya. Para el Ejecutivo federal, la pandemia terminó el pasado 1 de junio, dejando al Consejo General de Salubridad como un mero elemento ornamental en su gobierno.
AMLO dejó que este vacío de autoridad fuera ocupado por gobernadores y alcaldes, en quien recaería la decisión de reactivar o no otros sectores no esenciales; incluso en aquellos estados que no implementaron acciones punitivas contra el patógeno, los presidentes municipales lo hicieron.
La inacción del presidente dejaría a la gente más pobre en total indefensión ante el abuso policial.
Sería importante que el Consejo de Salubridad General armonizara estos criterios y estableciera disposiciones de carácter nacional para evitar medidas punitivas que violen el marco constitucional, en tanto la epidemia no haya sido superada. El problema es que el presidente López Obrador, tal como un faraón, se encuentra obsesionado con sus obras, sin importarle para ello sacrificar miles de vidas.