Por: Adolfo Flores Fragoso/ [email protected]
“Soy una mujer libre, pero ausente. Por eso estamos observando un amanecer en este lugar”, dijo una afroamericana de quien he olvidado el nombre.
Sentados en una orilla del puente de Brooklyn, pude respirar ese viento de un Nueva York tan ajeno a los turistas, pero tan educado alimento para las piedras asentadas en la historia de aquella ciudad.
Narrada en cierta historia tan ventosa como su historia (la de ella).
En una segunda crónica (ahora que recuerdo) describí a una mujer rubia, de delgadas y largas piernas, impregnadas de unas medias negras discretamente cubiertas con un intento de corta falda y unas zapatillas que, de tan bajas, el taxista no logró verla cuando solicitó a mano abierta que parara en aquella esquina (tan común en La City).
“Detente”, solicité.
“Imposible”, respondió.
Su imagen (la de ella) permanece en oníricas noches, pero ¿y todo para qué? Hay encuentros imaginarios en la esquina de la calle W 25 y la avenida Broadway, por cierto.
Tan evidentes como la mirada de quien lee estas líneas, mirada lectora que lee recuerdos similares.
Y sonríe. O tal vez acoge como un lejano instante, ya lejano. Y alejado.
Como la mano neoyorkina (la de ella) que ondeó “como quien llama en un momento de ayuda ausente a un amor desconocido”, describió el argentino Macedonio Fernández en cierto texto.
Un deseo que algunos niegan por negación, o por tiempo no solicitado. Un deseo que les fue negado.
Hay un tercer escrito, inspirado en otra mujer tan vital y frágil, que un aeropuerto nunca hubiera soportado.
“Ya no vivo por vivir”, dijo, en un refrito ‘juangabrialesco’ para una entrevista realizada para una agencia noticiosa de New Jersey en cierta mesa.
Fugazmente deletreamos textos frente a frente, desde una tarde (la de ella) hasta la mañana siguiente.
Perdió el vuelo, pero no perdí el mío.
Qué festivo y a la vez brevemente triste, un tiempo que atrae pasiones fragmentadas, pero sabias.
Y sí: qué sabio de parte de una inteligencia (la de ella).
Veinte años después, las buenas conciencias hablarían de medias caras.
Responderían que hubo mejores vidas que las vuestras.
Lo cierto es que los textos hoy descritos, los escribí antes de que leyera “Ulrica” que, para Borges, fue el mejor cuento que él escribió. Dicho por él en alguna entrevista radiofónica.
Su mejor cuento donde describió a una de sus mujeres que accidentalmente pudo ser el amor de su vida.
Mujeres únicas.
Ausentes en conversaciones banales.
Negadas, pero tan presentes en nuestras carencias.
En las ausencias no admitidas.
Pero aquí con presencia única.
La de ella.