Alejandro Montiel Bonilla
En esta reflexión, no me voy a referir solamente al padre que todos pensamos, al hombre que “es cabeza de familia”, sino a la persona que juega el rol de la figura del padre en nuestras sociedades latinoamericanas, es decir, también a la mujer que encabeza la familia.
Uno de los roles sociales que más se cuestiona hoy en día es la figura del padre, y quizá con mucha razón, pues existen y han existido millones que con sus actos se han ganado a pulso estos señalamientos. Desgraciadamente este cuestionamiento surge de la rabia colectiva y, debido a esto, el señalamiento se transforma rápidamente en una censura total de la figura del padre, y lo peor, una descalificación completa por parte de la mayoría hacia cualquier enseñanza que implique rigor, porque lo relaciona a la autoridad patriarcal. Hay, por ejemplo, dos cualidades de la persona que son de las más difíciles de adquirir en la vida: la disciplina y la voluntad necesaria para cumplir los objetivos que se plantea uno en la vida, estas metas pueden ser, desde levantarse a la hora adecuada para lograr las tareas cotidianas hasta terminar los estudios universitarios.
Menciono estos ejemplos, porque en mi vida profesional he conocido a muchas personas que habrían podido lograr más en el ámbito profesional, si en el tiempo justo, hubieran tenido una figura del padre que se hubiese impuesto a la inclinación natural de sus deseos.
Lo anterior voy a ilustrarlo con una anécdota propia, que me sucedió hace un buen tiempo.
En alguna ocasión conocí a una muy joven profesionista que se integró a mi equipo, esta persona tenía cualidades en su curriculum vitae, superiores al promedio, maestría en Relaciones Internacionales en una universidad muy cara y prestigiosa de México, dominaba el inglés, el francés y el alemán, además contaba con otro factor que no podemos dejar de subrayar, porque le podía ayudar en la clasista sociedad mexicana, es que era dueña de apellidos, belleza y rasgos caucásicos altamente apreciados en nuestra colonizada Latinoamérica.
Pues bien, un cierto día se integró a mi staff de colaboradores, comenzamos a trabajar, y sus resultados los primeros meses eran bastante buenos, como podía esperarse de alguien que poseía una gran inversión económica en su educación.
Gracias a su desempeño y dedicación mostrada, había adquirido rápidamente mayores responsabilidades. Al cabo de un año, pensaba que podía tomar un puesto más alto en la estructura gubernamental. Para sustentar completamente mi decisión, agendé una serie de reuniones en las que ella tendría que explicar puntualmente varios proyectos ante el equipo de directores.
Para estar lo más frescos y despejados posibles, fijé la hora de tres reuniones semanales consecutivas, a las 8:30 horas. Entonces, el primer miércoles de la serie de reuniones, recibí un mensaje de esta persona disculpándose por no poder llegar a tiempo, en realidad no le di mayor importancia, y la reunión se llevó a cabo como estaba prevista, no obstante, el segundo miércoles recibí el mismo mensaje, y el tercer miércoles, el mismo mensaje: “discúlpeme, pero no puedo llegar a esa hora, llego en 20 minutos”.
Sumamente intrigado, decidí hablar con ella para preguntarle cuál era la razón de su retraso en tiempo, no en la primera junta, ¡sino en las tres reuniones! Aún hoy le sigo agradeciendo que no se anduvo con rodeos y fue muy directa para explicarme la causa de su impuntualidad. Me dijo con voz clara y decidida: “ponga la reunión a la hora que quiera, pero no en la mañana, porque no me puedo levantar temprano, nunca he podido, y como ahora ya no vivo con mis padres, pues no hay quien me despierte, me cuesta mucho despertarme, simplemente no puedo”. Le agradecí su sinceridad y nos despedimos, al poco tiempo renunció.
Después esa confesión, me quedé un largo tiempo en mi oficina, entre anonadado y triste, pensando en cómo esa chica de 23 años con su maestría cum laude y hablando varios idiomas, era el reflejo perfecto de un país que seguía desperdiciando sus recursos humanos de la manera más atroz.
Y es que en un mundo que ha erróneamente identificado la exigencia permanente, con el signo del autoritarismo patriarcal, es casi imposible que se logre interiorizar en los más jóvenes, que el único camino para lograr algo tan simple como levantarse temprano, para estar presente en una reunión, no es agradable, ni da placer.
Es urgente que dejemos de pensar que cualquier exigencia que nos saque de nuestro estado de confort, nos remite a un orden patriarcal, anticuado, caduco y violento hacia nosotros mismos.
Hay que cuestionar la figura del padre, por supuesto, hay que revisar su actuación histórica, pero este análisis no lo debemos hacer toscamente, sino con las herramientas más precisas de escrutinio, si no lo hacemos de forma sumamente cuidadosa, solamente generaremos más jóvenes confundidos, que quizá logren muchos títulos universitarios, pero que en su vida real, en su desempeño laboral, no logren llegar a tiempo a reuniones esenciales y además piensen que ¡la impuntualidad es una forma de destruir al patriarcado!