La otra cara de la moneda
Antonio Peniche García
No os apeguéis a lo placentero, ni tampoco a lo desagradable.
Perder aquello que amáis causa dolor,
pero guardar el dolor de la pérdida sufrida produce más sufrimiento
La Palabra del Buda
Vida y muerte son inseparables.
La muerte forma parte del curso natural de la vida. Tarde o temprano, cualquier ser viviente la tendrá frente a sí mismo.
La muerte habita todo lo que emprendemos y la vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en la muerte.
Octavio Paz… en su pluma profunda, impresionante y universal encontramos la invitación a la búsqueda del despertar al real conocimiento de nuestra patria y del humanismo mestizo.
Es Paz una voz eterna sobre la necesidad imperiosa de tomar conciencia de lo que somos como mexicanos. Escribe de manera espléndida en su Laberinto de la Soledad sobre ese tema tan trascendente e irrefutable.
“La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. […] Cada vez que la vida pierde significación, la muerte se vuelve intrascendente.
[…] El respeto a la vida humana que tanto enorgullece a la civilización occidental es una noción incompleta e hipócrita. El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Una civilización que niega a la muerte acaba por negar a la vida.”
Sentencias lúcidas e incontestables, tanto para la ciencia, como para la filosofía, la religión y la espiritualidad.
Para cualquier tipo de ciencia, creencia religiosa o filosófica, sea de aztecas, mayas, budistas, cristianos, judíos, musulmanes, protestantes, anglicanos, nihilistas, agnósticos o incluso ateos, la muerte está siempre presente.
No podemos vivir ignorándola.
La muerte, tarde o temprano, acaba por suprimirnos.
Es un inmenso misterio. Pero podemos asegurar dos cosas. Existe una certeza absoluta de que moriremos algún día. Y sin embargo el cuándo y el cómo es incierto…
Es ahí donde se encuentra uno de nuestros mayores miedos… en la intranquila, perturbada y afligida incertidumbre.
Nuestro gran terror se devela al vernos suprimidos en algún momento de todo lo que nos es familiar. Lo vemos como un fin brutal.
Si tenemos el coraje de observarnos e ir hacia adentro de nosotros mismos podremos vislumbrar que el miedo a la muerte tiene sus orígenes en el desconocimiento de quiénes somos.
Si profundizamos, nos daremos cuenta de que pretendemos ser lo que una larga cadena de datos nos dicen.
Nuestra identidad personal está sujeta a nuestro nombre, nuestra familia, nuestra casa; nuestras amistades, nuestra historia de vida; nuestro pasaporte, nuestra credencial de elector; nuestra cuenta bancaria, nuestras tarjetas de crédito…
Sobre estos frágiles apoyos es que, en infinidad de ocasiones o siempre, estamos sosteniendo la seguridad de nuestra existencia.
¿Qué pasará cuando todo eso nos sea arrebatado? ¿Tendremos idea de quiénes somos realmente?
Nos esforzamos para llevar una vida repleta de actividades y llenar nuestros espacios de tiempo con tareas, en muchos casos fútiles y superficiales.
Evitamos confrontarnos con nosotros mismos. Y cuando lo llegamos a hacer, si es que tenemos el coraje de escuchar a nuestro corazón, porque éste es libre, nos damos cuenta de que es un extranjero el que habita dentro.
Nuestra misión de vida se encuentra supeditada a una visión necia y miope. Nuestra alma se ha alejado del Espíritu Eterno y nos encontramos ebrios en una existencia donde pretendemos construir y atesorar…
Y estamos construyendo, sí… pero castillos de arena.
Cuando morimos, dejamos todo atrás. Especialmente nuestro amado cuerpo, que termina siendo un despojo humano. Un cadáver tieso y frío.
Hemos convertido nuestra existencia en un camino mezquino, monótono y sin sentido. La desperdiciamos persiguiendo objetivos insignificantes. Porque a nuestro “superficial” parecer no hay otra cosa mejor.
Ese ritmo trepidante, adrenalítico, voluble… también hueco y vacío… hace que a la última cosa que le dedicamos un pensamiento sea a la muerte.
La impermanencia de nuestro ser ha sido guardada en el baúl de los recuerdos. Y nos rodeamos de bienes, objetos, comodidades, en muchos casos banales.
Nos convertimos en esclavos de la superficialidad y del vacío existencial. De lo que nos dicen los medios, la moda, el deber ser…
Pocos nos invitan a la autorreflexión. Y cuando alguien lo hace es más fácil responder que es mejor ser pragmático. Que no hay tiempo para el misticismo. Que hay mucho que hacer.
¡Qué tema es más pragmático e incuestionable que la misma muerte!
Ese pragmatismo, sobre todo en Occidente, se resume a una visión de corto plazo marcada, principalmente por el egoísmo y la ignorancia.
Nos focalizamos en un promocionado bienestar material y excluimos, por lo regular, la búsqueda del bienestar espiritual.
Decidimos dejarnos envolver por la gran trampa del lúgubre materialismo. Destructor de vidas y de naciones.
El mundo moderno se encuentra en una gran crisis por la falta de comprensión de nuestra efímera existencia.
Pocos seremos los que vivamos más de cien años y ante nosotros se extiende la inmensa e indiferente eternidad.
Infinidad de personas piensan que la búsqueda de la Iluminación y de la espiritualidad significa dejar todo e irse a vivir a una cueva como un asceta. O emigrar a las montañas del Himalaya y aprender a vivir de hierbas y del aire.
O se preocupan y creen que el ser un fiel discípulo de doctrinas religiosas y cumpliendo a cabalidad las reglas ortodoxas los llevará a comprender la trascendencia de nuestro ser y el significado real de nuestra vida y de nuestra muerte.
Tomar la vida de manera madura y seria empieza por tener conciencia de nuestra transitoria, frágil e impermanente existencia.
En el mundo contemporáneo es incuestionable que debemos trabajar y ganarnos la vida. Las necesidades de alimentación, vivienda, educación, etcétera, no se nos van a aparecer por medio de una meditación.
Pero no por eso debemos encadenarnos a una rutina sin sentido, desgraciada y sin perspectiva de un sentido profundo.
El tema esencial, primordial de nuestra existencia es encontrar un equilibrio. Un justo medio.
El Buda lo explica maravillosamente a través de la Parábola del laúd.
“Te quiero preguntar una cosa, Sona –dijo el Buda– ¿Suenan bien las cuerdas de tu laúd cuando las tensas demasiado?
–En absoluto, Señor –repuso Sona–, en tal caso los tonos son demasiado altos.
–¿Y si dejas las cuerdas demasiado flojas? ¿Suenan bien?
–Tampoco, Señor, porque en tal caso los tonos son muy bajos.
–Entonces, Sona, te pregunto: cuando las cuerdas de tu laúd no están demasiado tensas ni demasiado sueltas, ¿suenan bien? Es decir, cuando están en su justa y precisa tensión, ¿los sonidos son adecuados?
–Por supuesto, Señor– afirmó sin ninguna duda Sona.
-Pues así –explicó el Buda– un exceso de atención, Sona, extenúa la mente e irrita más los pensamientos; como un defecto de atención conduce a la indolencia y la pereza. O sea, ambas actitudes son equivocadas. Debes aplicarte con atención serena y esfuerzo ecuánime, controlando tus sentidos.”
Aplicándonos, trabajando de manera continua y disciplinada, podremos llegar a alcanzar paz interna. Asomarnos a una maestría espiritual requiere de práctica diaria y de tomar conciencia de la muerte, con el fin de vivir una vida más plena.
Dedicarle tiempo a encontrar esa paz espiritual, como uno de nuestros objetivos principales de vida, nos dará el conocimiento para poder afrontar nuestra propia muerte.