Como enviado de Televisa a los Juegos Olímpicos de Montreal en 1976, realicé un reportaje de un parque público de acceso restringido, donde se permitía fumar mariguana con absoluta libertad.
En verdad me impresionó aquél proyecto experimental que luego prosperó en otras medidas legales y regulatorias que hoy en día colocan a Canadá entre los más avanzados en la materia y con las mayores recaudaciones por la vía fiscal.
Hago la referencia porque con un retraso histórico notable, cuyo saldo mayor es la pérdida de decenas de miles de vidas y la subsistencia de múltiples expresiones de corrupción e impunidad, el Senado aprobó hace días la denominada Ley Federal para la Regulación del Cannabis, iniciativa que ahora pasará a la Cámara de Diputados para su ratificación.
A la par, los legisladores incorporaron diversas reformas a la Ley General de Salud y al Código Penal Federal para dar paso a la nueva normatividad para el uso del cannabis y sus derivados, bajo un enfoque de salud pública, derechos humanos y desarrollo sostenible.
Esta tardía legalización modifica sustancialmente el enfoque del Estado frente a una realidad social ineludible y rompe de tajo la política prohibicionista que durante décadas tuvo costos altísimos no sólo en vidas humanas, sino también en millonarias campañas institucionales de corte punitivo con muy cuestionada efectividad.
El fenómeno del narcotráfico en nuestro país, si bien al paso del tiempo se ha diversificado, tiene su origen precisamente en la cosecha, compra y venta ilegal de la mariguana.
Históricamente, el Estado concentró todos sus esfuerzos para evitar la siembra, cultivo, trasiego y consumo de la mariguana en un escenario complejo donde los mayores niveles de consumo en el mundo se situaban –lo están todavía– en el país vecino de los Estados Unidos.
Tratándose de un negocio altamente redituable, a finales de los años sesenta la producción de la yerba empezó a proliferar en distintas regiones del país y con ella, el surgimiento de los primeros cárteles del narcotráfico que fueron tejiendo una compleja maraña cuya red propició además de corrupción, síntomas de una violencia que hoy se ha incrementado y parece incontenible.
En esos años surgió la denominada Campaña Permanente contra el Narcotráfico bajo la tutela de la Procuraduría General de la República y en la que poco después se involucró también al Ejército mexicano.
A esa monumental tarea se añadiría más tarde un apoyo condicionado del gobierno estadounidense mediante la aportación de equipo aéreo, asesoría estratégica e incluso, participación activa de agentes encubiertos de la agencia contra las drogas DEA.
Fueron años de cuantiosos decomisos y de erradicación de enormes plantíos, pero también de enfrentamientos sangrientos y del fortalecimiento de organizaciones delictivas cuyos liderazgos –los Fonseca, Gallardo, Caro Quintero más notablemente– operaban frecuentemente en colusión de policías y de algunas autoridades.
Por operativos altamente efectivos, como la destrucción en Aldama, Chihuahua, del más grande depósito de mariguana jamás hallado en el mundo, que se calculó entonces en varios miles de toneladas, se hablaba entonces de éxitos en la lucha contra las drogas, con reconocimientos incluso del gobierno de Estados Unidos.
Devino luego el caso del agente estadounidense Enrique Camarena asesinado en Guadalajara que trajo consigo una sensible fractura en la relación que obligó incluso a la intermediación de los entonces presidentes Miguel de la Madrid y Ronald Reagan.
Muchas historias se han contado de esos capítulos plenos de claroscuros en la batalla contra el narcotráfico que luego alcanzó dimensiones inimaginables cuando los grandes capos comenzaron a sustituir el tráfico de mariguana por cocaína, cuyo valor económico es inmensamente mayor. Y del polvo blanco proveniente de Sudamérica, se transitó a las drogas llamadas duras, el crack y otros compuestos químicos que siguen con gran demanda.
La misma política de ataque frontal se siguió de Salinas a Zedillo; con Fox hubo mucha complacencia y con Calderón se desató la “guerra contra las drogas” con los resultados que todos conocemos: miles de muertos, presencia amplia y poderosa de delincuencia organizada y la inevitable secuencia de corrupción e impunidad.
Es evidente que desde un principio resultó fallido el sistema prohibicionista que criminalizó a las personas consumidoras y portadoras de drogas, que hubo ausencia de estrategias preventivas y de atención a las causas del problema.
También con reiterada frecuencia se llevó a la cárcel a miles de campesinos que por necesidad o amenazas de los capos, sembraban la yerba en sus predios.
Toda esta referencia, que pudiera ser ahora anecdótica, puede ser útil para entender cómo fue que evolucionó el fenómeno del narcotráfico a partir de un enfoque equivocado. Y también como referente a lo que tal vez se pudo evitar en su momento de haber afrontado el tema con una visión más amplia, integral y de largo alcance.
De ahí la relevancia de la Ley Federal para la Regulación del Cannabis, en la que se considera que su consumo no está visualizado como un problema de salud pública grave y que existen otras sustancias que causan adicciones y, a pesar de causar graves daños a la salud, no son tratadas con el mismo rigor que el cannabis psicoactivo.
De acuerdo al dictamen que por lógica prevé algunas restricciones, la nueva ley tiene por objeto regular el cannabis de manera responsable, multidisciplinaria y transversal, abriendo la posibilidad de que el cannabis psicoactivo y sus derivados se puedan: almacenar, aprovechar, comercializar, consumir, cosechar, cultivar, distribuir, empaquetar, etiquetar, exportar, importar, investigar, patrocinar, plantar, portar, tener o poseer, preparar, producir, promover, publicitar, sembrar, transformar, transportar, suministrar, vender, y adquirir.
Entre las previsiones a destacar, la ley refiere que la cannabis o sus derivados solo se podrán vender en los centros autorizados por la autoridad sanitaria, los cuales deberán pagar los impuestos correspondientes y en el caso del consumo, se restringe desde luego a menores de edad y hacerlo en áreas de trabajo, públicas y privadas.
Señala asimismo que en todas las políticas públicas, programas, servicios y cualquier actividad relacionada con la regulación del cannabis se deberán observar los principios de trato digno y respetuoso de los derechos humanos, accesibilidad, no discriminación, acceso a la información y protección de datos personales.
De igual modo, se especifica que para la aplicación de la nueva legislación, se crea una nueva autoridad sanitaria denominada “Instituto Mexicano para la Regulación y Control del Cannabis”, que ejercerá la rectoría sobre la cadena productiva del cannabis, sus derivados y su consumo.
Así también, como medida de justicia social para resarcirlos daños generados por la prohibición, durante un periodo no menor a cinco años al menos el cuarenta por ciento de las licencias de cultivo deberán otorgarse referentemente a pueblos y comunidades indígenas, personas campesinas o ejidatarias, ejidos y comunidades agrarias que resultaron afectados por el sistema prohibitivo.
Lo que ahora sigue es desplegar un esfuerzo de información con contenido educativo y social. No se trata de ningún modo de promover su consumo, más bien dejar a un lado el criterio prohibicionista, la nefasta criminalización y los estigmas que prevalecieron durante tanto tiempo.
¿Cuántos males se hubieran evitado de haber actuado así desde hace muchos, muchos años atrás?