Agenda Ciudadana
Jorge Alberto Calles Santillana
La masacre en el palenque clandestino de Zinapécuaro y la revelación de la existencia de un video evidenciando alteración de pruebas del caso Ayotzinapa en el basurero de Cocula, por parte de miembros de la Marina, son hechos que guardan una conexión con la propuesta presidencial para renovar al INE y al Tribunal Federal Electoral, vía votación popular, que va más allá de la distracción a la que se nos ha acostumbrado. Son hechos que unen en espiral pasado y presente y tienden línea hacia el futuro.
La matanza en el palenque, reportan expertos en materia de seguridad, está fuera de la lógica de la expansión del negocio y la toma de territorios. Tiene, más bien, las características de una venganza entre grupos.
Este hecho, la forma en la que los sicarios actuaron –bloquearon previamente las salidas– y el lugar en que se perpetró –hay un cuartel de la Guardia Nacional a menos de media hora del palenque– exhiben con claridad la capacidad de movilización, el poderío y la crueldad que las bandas del crimen organizado han alcanzado en nuestro país.
La presencia de miembros del Ejército y la Marina en los hechos de Ayotzinapa era por demás evidente; en diferentes reportes y en diferentes ocasiones, los pocos testigos la denunciaron. La verdad histórica era una verdad impuesta: la complicidad de las fuerzas armadas con los grupos criminales era un hecho que las autoridades tenían que ocultar para evitar roces significativos con esos cuerpos de seguridad.
Ambos sucesos son resultado de la evolución registrada por la presencia, la composición, la organización y el poder del crimen organizado desde los últimos años de la década de los 70, cuando los nombres de Rafael Caro Quintero, Félix Gallardo y Don Neto irrumpieron en las noticias para sorprendernos.
Cabe recordar que en esos años, el priísmo hegemónico atravesaba por la crisis que significaría la etapa inicial de su caída. Tlatelolco había desnudado al sistema político: la concentración del poder había conducido a un régimen cuya actividad se desarrollaba, mayoritariamente, fuera de la ley. Se habituaba conducir el quehacer nacional a través de negociaciones ad hoc con todas las fuerzas sociales y a reprimir la disidencia. Su objetivo: mantener el control total manipulando los procesos sociales para evitar que fuerzas externas al partido se hicieran de la fuente principal de poder, la presidencia.
Durante muchos años, el método fue funcional. Existió un poder robusto al lado de una sociedad débil, maniatada.
La democracia, el estado de derecho y las prácticas de interrelación social y política fueron las principales víctimas. Consecuentemente, la corrupción tendría que convertirse no sólo en práctica cotidiana sino en motor del aparato político. En esos años, cuando el crimen organizado emergía, el fortalecimiento del estado de derecho y la profesionalización de los cuerpos de seguridad habrían sido la respuesta correcta. Pero el cáncer de la corrupción y las normas del proceder del poder controlador optaron por minimizar al fenómeno, tratar de controlarlo mediante componendas y acuerdos y cerrar los ojos. Ayotzinapa y Zinapécuaro dan cuenta de la gravedad de esas decisiones.
El hoy INE, así como otros órganos autónomos, son expresiones de resistencia a ese sistema de poder controlador. Desde sus debilidades, grupos de la sociedad civil construyeron fuerzas y llegaron a crear y consolidar instituciones orientadas a recomponer al sistema social todo, incluyendo el sistema político. El instituto electoral ha sido una de las más exitosas de esas instituciones.
Conseguir la democracia electoral no fue sencillo, pero se alcanzó. Eso permitió que otras instituciones emergieran para tratar de poner freno al autoritarismo y a los abusos del poder. El instituto no es perfecto y nadie cree que no requiera modificaciones. Sin embargo, su permanencia es necesaria. La propuesta electoral del presidente busca minar la independencia conseguida por los órganos electorales. López Obrador, como todos los que lo han antecedido en la presidencia, añora la posesión del poder absoluto.
Por eso plantea un proceso diferente para la elección de los consejeros del instituto y los magistrados del Tribunal. Propone candidatos sugeridos por los tres Poderes, no por la ciudadanía. El objetivo es claro: que el partido en el poder retome el control absoluto de manera que sea posible recuperar el quehacer político de antaño. Nada más peligroso: retrasaríamos aún más la vía hacia la creación y consolidación del estado de derecho necesario para una convivencia más o menos estable y segura y la creación definitiva de las instituciones democráticas que soportarían ese contrato social.
Que Ayotzinapa, Cocula, Zinapécuaro nos hagan abrir los ojos y despertar la memoria: nada hay más peligroso, hoy, en una sociedad compleja como la que es México que la de debilitar aún más a la sociedad civil, empoderar a un estado que actúa fuera de la ley (citemos de paso el caso de Gertz Manero) y entregar el poder todo a una persona, sea ésta quien fuere. Las historias de Caro Quintero y Don Neto no hacían imaginar, siquiera, a Ayotzinapa y Zinapécuaro. Si seguimos la ruta trazada por la reforma electoral propuesta por el presidente, ¿qué podremos llegar a ver en unos años?