Soliloquio
Felipe Flores Núñez
Apenas la semana pasada referíamos los múltiples efectos que gravitan en torno a la reciente captura de Rafael Carlo Quintero, más allá del ámbito meramente judicial y del reclamo del gobierno estadounidense para que el capo mexicano sea extraditado a su país.
Pudiera ser casual, pero el hecho es que justo a un mes después de esa importante detención, se suscitan ahora al menos un par de acontecimientos que son vinculatorios y que tienen enorme repercusión.
Ambos merecen la mayor atención.
En efecto, en los días que anteceden ocurrieron hechos que pudieran parecer aislados, pero que en realidad se entretejen y corresponden a una misma y triste realidad.
Uno lo es la brutal oleada de violencia ocurrida en distintas zonas del país.
Durante esta misma semana, el terror cundió como pocas veces en Guanajuato, Michoacán, Jalisco, Ciudad Juárez y Baja California.
En las escenas “peliculescas”, difundidas por redes sociales, se pudieron ver bloqueos de carreteras y caminos, caravanas de delincuentes encapuchados con armas de alto poder, tiroteos a mansalva, incendio de negocios y de gasolineras.
Lo peculiar es que, esta vez, los ataques armados de los grupos delincuenciales tuvieron como objetivo masacrar impunemente a miembros de la sociedad civil. Ciudadanos comunes, empleados, niños. Hay en esas acciones un mensaje claro que la autoridad no debería desdeñar.
Otro hecho relevante en materia de seguridad ocurrió también durante estos días, con el anuncio que hizo el presidente Andrés Manuel López Obrador para formalizar un acuerdo que permia transferir la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional.
Con ello, AMLO vuelve a incurrir en la mentira y el engaño a conveniencia, si se recuerda que como candidato mantuvo un duro discurso para exigir que los militares dejaran las calles para volver a sus cuarteles.
Ya como presidente, su decisión es impuesta de manera inapelable, así sea contraria a los principios jurídicos más elementales, aunque en los hechos, no hace más que concretar lo que ya venía ocurriendo en forma descarada desde hace tiempo atrás.
Por ser violatoria a la Constitución, la medida presidencial transitará ahora a la instancia de la Suprema Corte de la Justicia de la Nación, pero ese largo tramo casi burocrático será suficiente para que se aplique durante el resto de su mandato. Además, ya lo ha dicho: “No me vengan con que la ley es la ley”.
Todos estos sucesos no son aislados, en todo caso pudiera afirmarse que derivan de una larga secuencia de desaciertos y estrategias fallidas en contra del narcotráfico, cuyo origen data, precisamente, desde los tiempos de Rafael Caro Quintero, el llamado “Narco de narcos”.
Revelan, en esencia, el fracaso consecutivo de las políticas del gobierno mexicano contra la delincuencia organizada, cuya máxima expresión está ligada principalmente al narcotráfico.
Los antecedentes son patéticos.
Venimos de una etapa de combate intenso para erradicar plantíos de marihuana y amapola en los años 80 –ya con una participación activa del Ejército Mexicano–, la que fue particularmente marcada por la presión intimidatoria del gobierno de los Estados Unidos.
Fue la época de la creación de los primeros cárteles de la droga, en la que figura como personaje protagónico precisamente el sinaloense Rafael Caro Quintero, cuyo atrevimiento de asesinar al agente de la DEA Enrique Camarena fue punto culminante.
Tras su primera detención, en 1985, por delitos contra la salud, se puso al descubierto la enorme red de corrupción y la complicidad que había con autoridades de todos los niveles de gobierno, la cual –al paso del tiempo– se ha multiplicado de manera exponencial.
Hoy el debate es si Caro Quintero debe ser entregado a la justicia estadounidense, con todo el trasfondo que ello implica, frente al riesgo de que allá pudiera delatar no sólo a otros delincuentes que aún operan, sino a personajes de la política nacional, algunos incluso ahora incrustados en la cuarta transformación (4T).
Otras muchas páginas de tropiezos y desatinos en la lucha contra las drogas se han escrito desde entonces, algunas inverosímiles y otras plenas de brutalidad y barbarie.
Del “dejar hacer, dejar pasar” de Vicente Fox, a la “guerra” inconsecuente de Felipe Caderón, hasta llegar al extremo absurdo y vergonzoso del “abrazos, no balazos” del actual presidente López Obrador.
Ya en este tramo, todo supone que las cosas seguirán igual.
Sea con una Guardia Nacional como punta de lanza o sea el Ejército Mexicano al frente de las acciones de gobierno, el panorama seguirá siendo el mismo por la simple razón de que no hay voluntad política para frenar al narcotráfico y abatir a los grupos delincuenciales que lo promueven.
Los sucesos violentos del fin de semana son testimonio de ello.
Es evidente que muchas regiones del país están controladas por bandas bien organizadas, las que además han encontrado otras alternativas para ampliar su dominio: la extorsión, el derecho de piso, el secuestro, el huachicoleo, entre otros.
A la falta de estrategia y de voluntad, se suman la escasa preparación de los cuerpos policiacos en la mayoría de las entidades federativas, y ni se diga de las policías municipales, además de los frecuentes casos de colusión.
La vecindad con los Estados Unidos de América es otra agravante. Allá radica el mayor mercado de consumo de narcóticos del mundo y nuestra ubicación geográfica es fundamental en el trasiego de drogas, cada vez más letales, por cierto.
Triste perspectiva en materia de seguridad pública; tema toral, el de mayor reclamo social.
Ahora se anuncia que en el próximo desfile militar del 16 de septiembre, el presidente López Obrador cumplirá su capricho, aun por encima de la ley: la Guardia Nacional pasará a integrarse a la Secretaria de la Defensa Nacional.
Por desgracia, más allá del revoloteo mediático por la transgresión a la legalidad, nada habrá de cambiar.