En la práctica del periodismo existe lo que se denomina “factores de interés”, cuya cotidiana observancia para quienes tenemos el privilegio de practicar este oficio es de extrema importancia, toda vez que determinan la dimensión y la importancia de una información y ayudan a jerarquizarla en función del interés público.
Sería vano mencionar ahora el conjunto de esos indicadores, basta referir que uno de ellos, no el más relevante, por cierto, es el factor conflicto, que se refiere a los casos de “contiendas, pugnas de hechos o conceptos de distintas fuerzas”.
Los manuales clásicos del periodismo detallan que muchas de las informaciones que se difunden se refieren a una lucha de contrarios en todos los ámbitos, entre los que destaca la vida pública y la política, e inclusive el deporte, por su propia naturaleza de abierta competencia.
Hago está alusión didáctica en razón de que hoy en día, desafortunadamente, es avasalladora la presencia en los medios formales y digitales de acontecimientos en los que predominan precisamente los conflictos.
Basta una revisión somera a las portadas de los diarios o a los contenidos de los mensajes en redes sociales para darse cuenta de ello. La disputa en el escenario socio-político no cesa, es permanente.
Llama la atención que buena parte de esas “contiendas y pugnas de hechos o conceptos de distintas fuerzas” tengan un origen deliberado y sean premeditadamente motivadas por quienes debieran, en todo caso, ser promotores de la concordia nacional.
Es el caso del propio presidente López Obrador, que desde hace mucho rato incita a la polarización en lugar de facilitar el contraste de ideas. No suma para multiplicar; lo suyo es la resta para dividir. En su lógica reitera que no hay harina de otro costal: estás conmigo o contra mí.
Los fanáticos de la 4T con la casaca liberal; sus opositores, envestidos de conservadores. Sálvese quien pueda. Tal vez la más cínica descripción de ese radicalismo exacerbado la planteó no hace mucho tiempo, cuando alertó que ya era momento de las definiciones y no de simulaciones.
“O somos conservadores o somos liberales, no hay para dónde hacerse; o se está por la transformación o se está en contra de la transformación del país.”. Un “conmigo o contra mí” tan radical como inaceptable.
Ese discurso que fracciona al pretender que solo hay “buenos y malos” sigue hoy vigente, con el añadido de que AMLO pide ahora a sus incondicionales, que son millones, “lealtad a ciegas” a su proyecto de transformación.
En ese afán permanente de polarizar a la sociedad, ocurren a la par acontecimientos que aportan más leños a la hoguera, como las manifestaciones de grupos de mujeres que protestan con violencia inusitada contra los feminicidios, o de las madres con hijos enfermos de cáncer que reclaman abasto de medicinas.
En el ámbito verbal la disputa también es encarnizada, ya sea por vanas discusiones en torno a una consulta popular absurda para decidir si se aplica o no la ley en contra de actos de corrupción cometidos por expresidentes, o por la lucha casi fratricida por la dirigencia de un partido, no cualquiera, el partido en el poder. De la confrontación sin límite que se transpone en redes sociales, hay también movilizaciones, ciudadanos que toman las calles, las hacen suyas para afianzar sus convicciones.
La más reciente apenas este martes en el Senado, plantón múltiple de marinos que se oponen a militarizar los puertos; de científicos e investigadores que junto con víctimas del delito se oponen a la desaparición de fideicomisos.
En tanto, de aquel Bloque Amplio Opositor (BOA) en el que cabían todos, desde expresidentes hasta partidos políticos, intelectuales e incluso medios de comunicación, se pasó ahora al Frente Nacional Anti-AMLO (FRENAAA), que se autodenomina como un movimiento ciudadano y pacífico, cuyo objetivo es derrocar al presidente, y en esa quimera se instalan en la plancha del zócalo capitalino.
Mientras, en el campo de batalla ondea la bandera anticorrupción como insignia capaz de movilizar a ejércitos completos. Se acusa y se salpica sin recato. Se habla de cochineros, fraudes, componendas, desvíos fragantes de recursos, empresas “fantasmas” que movieron fortunas y lo enlodaron todo.
Como prenda, una mujer, Rosario Robles, la hace de chivo expiatorio y permanece desde hace un año por el débil cargo de ejercicio indebido del servicio público, en tanto que todo un personaje del peñismo, Emilio Lozoya, en una comodidad que rebasa toda lógica legal, sirve de guía para seguir las huellas de los presuntos culpables del megafraude vinculado al caso Odebrecht.
En esa dinámica, antes o después, no importa, se exhiben videos que, por reveladores, escandalizan. Los hay de un lado y del otro. En este round se declara empate, pero en el que sigue ocurre lo inesperado: le roban al organismo que resguarda lo robado, lo que era para el pueblo.
No pasa nada. Al directivo denunciante le dicen, tras su renuncia, que era honesto pero que “no se le da el servicio público”. En estos irrisorios trances, la justicia aguarda. Se insinúan culpables, apenas eso. Justicia también que se exige en el sexto aniversario de los deleznables hechos de Ayotzinapa, en cuyo propósito la verdad histórica resultó ser mentira y las miles de fojas se convierten también en cenizas, para partir de cero.
Luego, para acreditar que el país se ha fragmentado, un amplio grupo de gobernadores abandona la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago) e integra lo que llaman la Alianza Federalista.
Los mandatarios de 10 entidades federativas, todos de oposición por supuesto, promueven controversias constitucionales en defensa del Presupuesto de los estados y municipios ante el recorte de recursos federales, así como de los 109 fideicomisos que la Cámara de Diputados extinguió en días pasados.
Y para endulzarlo todo, mientras retiran la estatua de Colón de la avenida Reforma en la capital del país, otro debate innecesario pero que igual distrae y nos enfrenta: ¿pedirle perdón a España y al Papa por los abusos cometidos durante la conquista? Ahí no acabará todo, el presagio de un proceso electoral que será combativo augura más estridencias; chispas que podrían provocar incendios.
Y entre tanta turbulencia, parapetado en el fuego cruzado, el ciudadano común, el de a pie, padece otros males: una crisis económica que lo desestabiliza y un virus letal que lo acecha. Sus temores son justificados.
En ambos casos no percibe a corto plazo buenos augurios. Hay pues un entorno social polarizado, hechos y acontecimientos que privilegian al extremo el “factor conflicto”.
Muy poco, o nada, que procure la armonía y que alimente el espíritu nacionalista del que tanto presumíamos. ¿Para cuándo el llamado a la unidad nacional, una convocatoria para enfrentar juntos los retos que en verdad nos ahogan? ¿Será esa aspiración un sueño, una fantasía o sólo una utopía?