No recuerdo su expresión textual, pero sí que desde hace tiempo el gobernador Miguel Barbosa había advertido que el tema de la seguridad pública sería muy relevante durante este año.
Y lo ha sido.
Asuntos relacionados con hechos delictivos suelen ser la nota del día en todo el mapa nacional.
Por un inesperado infortunio, así lo fue al menos el martes pasado en Puebla, cuando sicarios hicieron varios disparos con arma de fuego en una fila para vacunación a niñas y niños, en el Centro de Salud Francisco I. Madero.
A este respecto, el mandatario estatal Miguel Barbosa ha dicho que “esa no es la vida que se tiene en Puebla”.
Al reprobarlo, dijo además que este hecho de violencia es inadmisible “porque en Puebla no admitimos que la violencia se normalice”.
“Aquí se combate el crimen y se fincan responsabilidades”, enfatizó.
El suceso en cuestión es desde luego un hecho inaudito que ya es investigado, con la promesa de que será esclarecido y se conocerán los detalles que, por ahora y de manera irresponsable, ya son motivo de especulación.
Más allá de las indagaciones, lo que ahora debería destacarse es el cinismo de los grupos delincuenciales. Su atrevimiento al retar a la autoridad y no ponderar circunstancia alguna, parece no tener límite.
O lo tiene acaso, y será marcado por la capacidad de respuesta de la autoridad.
Por fortuna, la visión del gobierno estatal ante la criminalidad ha sido muy distante a la del gobierno federal.
Aquí, del discurso que denota interés y voluntad por combatir a la delincuencia, se ha pasado a respuestas prontas, acciones efectivas de los cuerpos de seguridad y de las instituciones a cargo de la procuración y administración de justicia. El caso de la Fiscalía estatal lo ejemplifica. Sería prolijo enlistar los asuntos resueltos. Son por demás conocidos.
En este contexto, en sus conferencias matutinas el mandatario estatal refiere una y otra vez del tema. No elude cuestionamientos.
Apenas durante esta semana, señaló la forma en la que se afronta la nueva realidad – que permea en todo el país– en materia de seguridad.
Al delinear su estrategia, aseguró que ante todo, en Puebla no existen vínculos con ninguna forma de organización criminal.
La acotación es válida porque se supo que al menos durante el morenovallismo, la colusión entre policías y delincuente era franca y abierta, y así se acreditó cuando militares detuvieron al director de la policía estatal por sus vínculos con bandas criminales en el llamado “Círculo Rojo”.
El mandatario dijo también que los delitos se persiguen bajo un esquema regional, al tener identificados a los principales líderes de los grupos delincuenciales.
Habló de un combate frontal a la impunidad.
Y también, de una “muy estricta” aplicación de la ley.
Y frente a sucesos de nula actividad policiaca, como ahora en Amozoc, también refirió esta semana –lo ha dicho centenares de veces– sobre la necesidad de que las corporaciones municipales hagan su tarea, acción por demás fundamental como instancia inmediata de autoridad en las comunidades de toda la entidad.
Muchas otras ocasiones igualmente ha pregonado para incitar un amplio esfuerzo colectivo que permita evitar la descomposición del tejido social. Inmensa tarea que, ciertamente, corresponde a todos.
Hay constancias pues, de que en Puebla se reconoce el problema de la inseguridad, sus alcances y sus riesgos. Hay planeación y trabajos de inteligencia. Se dimensiona y se actúa. Y cuando ha sido el caso, se corrige.
Eso no es lo que hasta ahora se percibe en el ámbito federal.
De inicio, la premisa de “abrazos, no balazos” inquieta y confunde, pero sobre todo, decepciona.
Más desconcertante es la reacción del propio presidente Andrés Manuel López Obrador ante eventos de gran escala. En esos casos elude, o bien recurre al consabido recurso de echarle la culpa a los de atrás.
“Me dejaron al país en llamas”, ha dicho.
Y quizá tenga razón, pero más de tres años de gobierno parecen suficientes para apagar ese incendio y pacificar las muchas zonas del país, algunas apropiadas ya por el crimen organizado.
AMLO es también inalterable en sus convicciones y cada vez que puede, reafirma que no alterará sus políticas en materia de seguridad.
Su estrategia, pese a reprobaciones, no cambiará.
“Vamos bien”, dice al confiar que con tan sólo yendo a las causas se combatirán los efectos, y apuesta por la bondad de sus programas sociales.
Asegura que violencia genera más violencia y de ahí sustenta la instrucción de no confrontar a los delincuentes. “También son humanos”, ha llegado a decir y en esa perspectiva, quizá sin darse cuenta, abre de par en par las puertas de la impunidad.
Con todo ello elude su obligación constitucional de acotar a la delincuencia, afrontarla, combatirla. Y en casos extremos, la de recurrir a toda la fuerza del Estado.
No lo ha hecho así, no lo hará, aun con el saldo de los casi 122 mil homicidios dolosos desde que llegó al gobierno.
Más grave su actitud de confrontación ante cualquier reclamo, como lo fue en el muy lamentable asesinato de dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas en la Sierra Tarahumara.
Se fue duro, muy duro contra los altos representantes dela iglesia católica y contra la estirpe jesuita que habían denunciado el incontenible “río de sangre” que hay en el país y lamentado que “los abrazos ya no nos alcanzan para cubrir los balazos”.
A ellos les dijo que no veían la violencia que había en el pasado y que no siguen el ejemplo del papa Francisco, “porque están muy apergollados por la oligarquía mexicana…”.
Toda esa violencia verbal tampoco conduce a nada.
Lo cierto es que la seguridad pública es una preocupación que se comparte en todo el país. Y lo que debe evitarse es que pueda rebasar no sólo a la autoridad, sino a la sociedad entera.
Lo ocurrido el pasado martes no es Puebla.
Ojala no lo sea nunca, jamás.